A la mañana siguiente, luego de las celebraciones y los agradecimientos, convocé a la Condesa ya las plebeyas previamente acusadas de robo. A pesar de las insistentes advertencias de Dereck para que lo dejara pasar y enfocara mi atención en otros asuntos urgentes, no podía simplemente ignorarlo. Si una Condesa -que se consideraba inferior a mí- se había atrevido a desafiarme, sin duda la nobleza seguiría su ejemplo. No podía permitir que eso ocurriera.
Mientras caminaba por los oscuros pasillos iluminados únicamente por antorchas, me percaté de que el sol no había iluminado el reino en mucho tiempo. No es que realmente lo necesitáramos, pero a veces extrañaba ver el característico color celeste en el cielo, en lugar del gris nublado que veía cada día.
Al llegar a la sala del trono, los guardias abrieron las imponentes puertas de hierro adornadas con dos grandes serpientes de ojos rojos, simbolizando nuestro reino y la misma marca que llevaba en mi espalda.
Recuerdo que cuando ascendí al trono como reina, apareció aquella gran marca de serpiente y mis ojos se volvieron completamente rojos demostrando que había sido elegida por la diosa. Recordé vagamente el desacuerdo de algunas personas y cómo terminó con la vida de un conde poderoso del norte.
Sinceramente, no recordaba mucho de aquella noche; Lo único que permanecía en mi memoria eran los ojos amarillos de aquel hombre de piel morena, persistentes en mi mente a pesar de mis esfuerzos por localizar y de la ayuda solicitada a Dorian. Él sugería que tal vez se había infiltrado en la fiesta o que era un enemigo desconocido.
—¡La reina ha llegado!— anunció uno de los guardias al abrir la puerta antes de que yo entrara, revelando a las personas que guardaban dentro.
—¡Larga vida a la reina, quien se ha convertido en nuestra madre!—aclamaron las personas en la sala.
— Todos retírense, me quedaré solo con las personas que he mandado a llamar —ordené con voz fría mientras avanzaba hasta llegar al trono. Ellos asintieron y se marcharon.
—La Condesa, una mujer de tez robusta, piel clara, ojos café y cabello negro, se dirigió a mí con un tono de duda y preocupación. —Su Majestad, ¿podría decirme por qué me ha llamado aquí hoy? Es la primera vez que lo hace. No entiendo en qué he fallado o cómo la he ofendido, mi reina
—Condesa, ¿conoce a estas personas que están a su lado?—pregunté, señalando a las plebeyas
—Sí, Su Majestad, son las plebeyas a las que autoricé fueran sirvientas y una fuera a llamarla a su habitación y que la niña cuidara de los caballos— respondió con tranquilidad.
—Exactamente ahí está su error. En ningún momento la autoricé a hacer algo así. Ellas son prisioneras bajo mi custodia hasta que decida qué hacer con ellas— le reproché con un dejo de frustración. —Hasta que yo decida qué hacer con ellas —remarqué este último punto.
— Pensé que lo mejor sería ponerlas a trabajar como muestra de gratitud— intentó justificarse
— Condesa, ¿cree usted que una niña desnutrida, aparentemente anémica y prácticamente un saco de huesos, puede servir para cuidar de los caballos?— expresé molesta—¿Qué hubiera ocurrido si uno de los caballos la pateaba y moría?
— Yo... yo no quise ofenderla. Simplemente creí que esa era la mejor opción, además, usted como reina debería encargarse de asuntos más triviales. No pensé que le importaran unas simples criadas.
— ¿Piensa que lo único que hago es sentarme en este trono y dar órdenes? —sus excusas me estaban agotando.
— Me disculpo nuevamente por el error que cometí al haber puesto como sirvientas a estas plebeyas —dijo entre dientes—. Pero insisto en que debería atender asuntos más urgentes, como la sequía que se avecina en Handral, y dejar esos asuntos en manos del señor Dereck.
— Parece que olvidas con quién estás hablando, Lina. Soy tu reina —hablé con voz fría—. Además, Dereck no es mi consejero, ni mucho menos un rey consorte para tomar decisiones por mí. Que eso te quede claro.
— Me disculpo, su majestad. No era mi intención decirle todas esas cosas, pero, como comprenderá, mi pueblo es Handral y estoy preocupada por su situación —se inclinó mirando al suelo, era la primera vez que la veía tan avergonzada.
— Que no se te olvide que gracias a que mis manos están manchadas de sangre, conservas tu pueblo y tu posición en la nobleza. Y así como les otorgué esa posición, igual podría quitárselas —amenacé, sintiendo cómo mi cuerpo se llenaba de sed de sangre y de ganas de matar a alguien.
— No era mi intención enfadarla de esa manera, su majestad.
Las tensiones en la sala eran palpables, casi tangibles, mientras mis palabras resonaban con autoridad en cada rincón.
—Espero que no me vuelvas a decir qué hacer, Condesa. La próxima vez no toleraré tu insolencia — advertí con firmeza, sin titubear en recordarle su lugar en mi corte. La expresión de sorpresa y resentimiento en el rostro de la Condesa era evidente, pero mi determinación permanecía inquebrantable. Mis ojos se clavaron en los suyos, desafiándola a desafiar mi autoridad.
—Y permítame advertirle, que no me gustaría ver al Conde Delerio con una esposa sin lengua, incapaz de siquiera saludar a los demás nobles— agregué, intensificando el peso de mis palabras con un tono gélido y severo. Sabía que mis amenazas resonaban en la sala, creando un silencio tenso que parecía aprisionarnos a todos.
En ese momento, era evidente que la Condesa estaba más que molesta y humillada. Sus manos crujientes revelaban su furia mientras su mirada ardiente se posaba con ojo en la niña y su madre
— En cuanto a lo que hiciste con las plebeyas, también recibirás un castigo— sentencié fríamente.
— Me disculpo su majestad, yo...—intentó balbucear la condesa, interrumpida por la madre de la niña.
— Mi reina, por favor, no culpe a la condesa. Ella solo quiso hacer uso de nosotros de la mejor manera— se atrevió a intervenir la madre