Los pinos competían por alcanzar el cielo. Aquel cielo triste grisáceo que yacía sobre su cabeza.
Ella acomodaba su vestido alisando la tela de su regazo, sentada al final del muelle meciendo sus pies sobre el agua. Era tan obscura que parecía no tener fondo.
—Demasiado profunda —susurro casi en un suspiro. Dio un vistazo a su alrededor tan dulce e inocente.
Aquella tarde se le había prohibido ir hasta allí. Pero no le importó, hizo a un lado a su madre de un empujón y salió apresurada de su casa.
— ¡Jacinth, por favor! —la escucho por lo lejos.
— ¡Me voy, me espera! — respondió sin inmutarse.
La estaban esperando, y no podía tardar. Tenía las zapatillas a un lado, gastadas de tanto correr y sucias de lodo.
Su vestido turquesa le encantaba, él le había dicho que se lo pusiera, que era su favorito. Y ella se lo coloco fascinada, decidió desde entonces que sería el favorito de todos sus vestidos.
En el pueblo cuchicheaban cada vez que la veían pasar. Todos los días de toda la semana, atolondrada.
—Ahí va la loca —murmullo Jorge el gordo panadero, una vez a una cliente.
—No es necesario que utilice esa palabra, señor Camilleri —corrigió la señorita con una risilla.
— ¡Solo una loca iría a ese lugar!
Luego la noche caía, y todos se acomodaban en sus hogares. Pero Jacinth no aparecía hasta el amanecer, y su madre se desvelaba a su regreso cada día, así como aquella misma vez y todas las demás.
Una mañana al llegar, esbozó una sonrisa a su madre y fue a encerrarse en su habitación como de costumbre. La misma se acercó sigilosa a la habitación de su hija a punto de tocar la puerta, mas termino por aplastar un oído en la madera fría al escuchar que alguien hablaba. Contrajo el entre ceño sin entender; era la voz de Jacinth al otro lado, pero en el fondo, débil e inaudible se escuchaba una vocecilla susurrante.
— ¿Jacinth? —llamo a la puerta, los susurros cesaron, y no hubo respuesta.
Ya acontecido esto varias veces, una vez llego a entrar a la habitación, fijándose que la puerta estaba entre abierta. Allí estaba con una sonrisa sentada en el suelo.
— ¿Sucede algo? —interrogo inocente.
Nada, no sucedía nada. Porque nadie más se encontraba en la habitación, solo ella sentada en el suelo con el mismo vestido de todas las tardes, y las que transcurrieron luego.
Muchas veces cuando cocinaba, escuchaba ruidos en la planta superior, donde se encontraba la habitación de Jacinth; la madera crujía, como si rodasen pesados objetos y se escuchaban toquecitos.
Cuando tendía la ropa solía platicar con su vecina, y muchas veces le contaba lo sucedido.
—Si no haces algo, será demasiado tarde —le respondía Mercedes con frivolidad, apresurándose en descolgar la ropa del tendedero, y tambaleaba su enorme peso hasta su hogar.
Mientras, Jacinth se preparaba. Alisaba su vestido y peinaba su cabellera esperando el atardecer para ir al lago.
Editado: 24.04.2018