Jack Clover - Escalera Real I

VIII - Anastasia

Anastasia no se sentía nada contenta con la idea de dejar a Jack. Ace la había tomado del brazo diciéndole que debían continuar. Ella sabía que Rudy era capaz de mantenerlo a salvo, aun así...

Ella era una excelente asesina, de las mejores. Meticulosa, sigilosa, inteligente y actuaba con precisión. Sin embargo, cuando se trataba de proteger y salvar vidas, la historia era otra.

Nunca fue una persona que pudiera relacionarse tan fácilmente con los demás. El único amigo que tenía en la familia era Ace y ellos apenas parecían conocerse. Solían hablar de trivialidades o de la rutina diaria. En sus relaciones de pareja ocurría lo mismo. Nunca había mantenido un noviazgo y sus encuentros amorosos no eran más que efusivas entregas de placer. Tenía citas solo cuando sentía la necesidad de tener el cuerpo de un hombre sobre ella, en un encuentro carnal y placentero para saciar ese instinto animal que la poseía.

Frank fue la excepción a la regla. A la única persona que en pocos meses se entregó tanto física, como emocionalmente. Compartieron noches y las mismas cantidades de mañanas. Él la conocía en cada rincón de su alma y ella a él. O al menos, eso creía.

Llegó a preguntarse si Frank solo la cortejó para sacarle información que mantenía en la intimidad: de dónde provenía, sus debilidades y sus ambiciones. Para su lamento, él, por lo tanto el enemigo, conocía todo eso.

 Anastasia tuvo una infancia dura. Desde muy pequeña fue entrenada para el combate, alimentada con pequeñas raciones para que pudiera vivir aunque escaseara la comida. Su educación se basaba en aprender estrategias de guerra, armas y explosivos. A los doce años de edad la abandonaron diciéndole que era una incompetente, cuando su único error fue no matar a un hombre inocente.

Después de eso, la arrojaron a la calle como un perro sarnoso. Lo recordaba como si hubiera sido tan solo unos días atrás y, cada vez que lo hacía, sentía el mismo dolor que esa noche lluviosa, donde sus lágrimas se ahogaron en el charco de un oscuro callejón.

 

 

Dos hombres, de traje y sombrero de ala, caminaban por la calle llevando a una niña a rastras. Detrás de ellos iba una mujer a paso lento, tapándose la boca por sus continuos bostezos, a su lado había otro hombre (más joven que los dos anteriores) y, al igual que todos, iba de negro. Sostenía un paraguas justo encima de la cabeza de la mujer para protegerla de la lluvia.

La niña destacaba entre todos ellos. No porque estuviera siendo arrastrada, tampoco por sus llantos o sus gritos de dolor. No, no era por nada de eso. Ella destacaba por su vestido rojo. Un rojo tan intenso que, aunque te detuvieras a mirar la sangre cayendo de su cabeza o de los múltiples arañazos de sus piernas y brazos, desviarías la mirada a ese vestido. Al menos eso era lo que hacían todas las personas que pasaban a su lado. Miraban el vestido, no a la niña en él. Si fuera al revés se hubieran detenido para ayudarle, ¿verdad?

Tal vez en un futuro alguien vería a una inocente rogando por ayuda y aquellos que pasaran a su lado no la ignorarían, no correrían asustados y tampoco esperarían a llegar a casa para hablar de lo sucedido con sus familias y quejarse de lo mal que estaba el mundo, sino que irían a socorrer al inocente y someter al agresor. Pero no en el año 1916. No en época de guerra, cuando el mundo se marchitaba. Mucho menos en las calles de Oldville, donde la ley era impuesta por la familia Hearts. Si esta se hallaba en las calles, había que hacerse a un lado, esa era la regla.

Anastasia parecía un cadáver siendo arrastrado hasta encontrar un pozo en donde arrojarlo. Salvo que no lo era, al menos que los cadáveres lloraran y gimieran sin parar.

 —¡Basta ya, niña! —gritó la mujer—. Sabes que es tu culpa, pequeña. Si tan solo hubieras hecho lo que te pedí, no estaríamos en esta situación.

Ella seguía llorando.

 —Para ya, te haces daño a ti misma. —La voz de la mujer ahora era dulce y suave, casi maternal. Lo hacía aún más perturbador.

—Bruja —murmuró Anastasia entre sollozos.

—¿Qué dijiste? ¡¿Qué dijiste, niña insolente?! —exigió saber la mujer. —No contestó—. Paren ahí —ordenó a los hombres que la arrastraban.

 La mujer se acercó hasta quedar frente a ella, seguida por el hombre del paraguas. Con una mano le levantó el rostro, que hasta ese momento solo veía el suelo, y con la otra la abofeteó. Tal fue la fuerza aplicada que su palma quedó marcada en la piel de la niña. De un golpe le cortó el llanto y la hizo escupir saliva teñida de rojo.

 —No vales la pena, no vales ni siquiera un entierro digno y tampoco que te arrojemos al río, como hacemos con nuestros enemigos —declaró—. Nos vestimos de luto, con este color tan espantoso, solo por ti. ¿Y así lo agradeces? —Hablaba apretando los dientes, como si estuviera disgustada y la niña fuera la culpable de todos sus problemas—. Te íbamos a llevar al cementerio de la familia, matarte ahí sería morir con honor, pero no lo vales niña.

—Bruja —repitió.

—¡Ahhhh! ¡Me sacas de quicio! —exclamó la mujer, furiosa. Anastasia sonrió satisfecha, pero sin dejarse ver. No quería recibir otro golpe.

—Te dejaremos aquí, en este callejón. Morirás sola, sin comida o agua. Recuerda, esto fue tu culpa —afirmó.




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