El sueño era intenso, desconcertante y con una total carencia de sentido. No era participe, solo un simple observador. Como un fantasma buscando respuestas para permitirse descansar.
Se hallaba junto a una mujer que limpiaba los pisos de lo que parecía ser una enorme casa. Nunca había estado en una mansión antes, pero sin duda tendrían un aspecto similar a esa edificación. Una escalera enorme, grandes ventanales e inmensas habitaciones. Desde una cercana al salón principal, escuchaba voces. Hombres discutiendo sobre alguna guerra o batalla que libraban.
—Los ingleses están retrocediendo, señor —dijo un hombre.
—Hemos perdido muchos de los nuestros, y otra tanda están heridos y fuera de combate, pero si nosotros estamos mal ellos están peor —afirmó otro hombre—. Podemos ganar esta guerra, señor —afirmaba—. Están esperando vuestras órdenes, señor Washington.
—Y las daré —respondió, con una voz autoritaria y persuasiva—. Hoy mismo partiré al campo de batalla.
«¿Washington? ¿Cómo George Washington?», pensó dentro del sueño. Si es que eso era posible. Quiso acercarse, pero no podía moverse de donde estaba... ¿Flotando?
La escena cambió y se trasladó a otro lugar. Un establo.
Miró a su alrededor y se alegró al saber que no todos sus sentidos estaban activos, y así poder evitar el desagradable momento de arrugar la nariz al sentir el hedor a estiércol que seguramente emanaba ese lugar.
Tuvo un sobresalto cuando notó que volvía a estar junto a la misma mujer.
Vestía de manera diferente, pero la ropa que usaba también parecía ser de criada. Un vestido largo de tela, con un delantal en la cintura, un pañuelo marrón en su cabeza y unas zapatillas sucias y estropeadas. Tenía la cara llena de hollín y el resto del cuerpo sucio con tierra, como si hubiera estado limpiando una chimenea.
Se agachaba entre la paja del establo, frente a una mujer y dos hombres encadenados en una columna de madera, formando un círculo alrededor de esta. Se inclinaba hacia ellos para darle comida directo en sus bocas y un poco de agua a cada uno desde una cantimplora. Racionaba el alimento y la bebida en partes iguales. Los hombres y la mujer aprisionados apenas podían mover la cabeza para comer y beber, cada vez que lo intentaban las cadenas tiraban de ellos como si les estuvieran susurrando: «No pueden irse, pertenecen aquí».
Cuando se ensuciaban con la comida o derramaban un poco de agua fuera de sus bocas, la mujer tomaba un trozo de tela escondido en el delantal y los limpiaba.
—¿Por qué hace esto, mi lady? —quiso saber el hombre que se encontraba más cerca de ella.
Era un hombre moreno, con un cuerpo musculoso, unos labios grandes y anchos, ojos de un marrón intenso y con una falta total de pelo. Estaba sin remera y en su espalda tenía enormes y profundos cortes. Parecían ser recientes. También en los brazos, en el tórax y uno pequeño en la mejilla izquierda; esos eran antiguos, cicatrices que le recordarían duras torturas, o castigos, como los llamaba su amo.
—En verdad se lo agradecemos, de corazón —prosiguió el hombre—. Solo nos preguntábamos por qué se comporta así con nosotros
—¿Necesito una razón acaso? —replicó la mujer.
—El demonio blanco es malo, es cruel y nos azota. Ella nos alimenta. No es un demonio, es un ángel —decía la mujer encadenada con la mirada desorbitada en el techo del establo, imaginando el cielo que hacía tiempo ya no veía.
—No soy un demonio es cierto, pero tampoco un ángel. Solo no quiero ver sufrimiento. He presenciado demasiadas muertes, demasiado dolor, demasiada tristeza. Ninguna persona merece pasar por el látigo solo por tratar de llenar un estómago vacío —explicaba la mujer.
—No somos personas. Nos quitaron nuestra humanidad. Ahora no somos más que animales, bestias, simples objetos. Somos esclavos —dijo el hombre moreno. Algunas lágrimas empezaron a asomarse—. Solo míranos. Nos azotaron, a Yeina le han roto la cordura, siempre habla de demonios y ángeles y a Jerk, este gran hombre a mi lado, le cosieron la boca por rogar comida para sus hijos.
—Pero no se lo merecen, no te lo mereces Broy.
—¿Crees que no? ¿Entonces por qué Dios no escucha nuestras plegarias? ¿Por qué permite que vivamos así? —Broy se encontraba al borde del llanto.
—No pienses en Dios ahora, él no te escucha. Créeme, lo sé —contestó la mujer—. Piensa en ti mismo, Broy. Piensen en ustedes. Lucha y resiste, algún día serás un hombre libre. Confió en que así sea. —La mujer trataba de calmarlo. Mientras hablaba, posó una mano en su mejilla y lo acarició.
—Hombre libre... suena bien —admitió Broy.
La escena volvió a cambiar.
Jack no le sorprendió ver de nuevo a la mujer, pero sí que hubiera otro cambio de época.
Por los rascacielos luciendo la ciudad, los automóviles haciendo rugir sus motores y la gente mostrando la ropa de moda, los pelos cortos y los sombreros pintorescos, sabía que se encontraban en su siglo. No podía asegurar si era, o no, su año, 1927, pero lo confirmó cuando vio la fecha del periódico que la mujer acaba de comprar.
—Jack, ¿eres tú? —preguntó la mujer.
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Editado: 08.01.2021