Despertar solo, en medio del bosque, sin nada más que la ropa que llevas puesta; no debe de ser algo muy agradable. Pero hacerlo sin ningún recuerdo sobre quién eres o cómo llegaste ahí; debe ser aún peor.
Había un hombre perdido en algún lugar, buscando una manera de recuperar su identidad o al menos lo haría, una vez que despertara.
Un hombre dormía revolcándose en el suelo de tierra, rodeado de hojas caídas y excremento de animales. Ahí donde la naturaleza gobernaba y el humano era un intruso en su reino, considerado más un insecto que cualquiera de los que allí habitaban. Un hombre dormía mientras sus sueños lo atormentaban. Sueños sellados con el rojo de la sangre, pero, al final, inútiles. No lo hacían recordar, solo le provocaban una extraña culpabilidad.
Despertó desorientado. Miraba hacia todos lados con preocupación y horror en sus ojos. Se apoyó contra un árbol para mantenerse quieto y poder pensar con mayor claridad. No importaba dónde mirara, solo veía árboles, plantas, tierra, bichos y oscuridad. Ni luces, ni caminos, ni personas. Estaba asustado, pero algo en su interior le decía que debía mantener la calma. Mantener la calma y caminar a través del bosque, solo así encontraría la salida de ese desconocido lugar. Armándose de todo el valor que pudo encontrar guardado en su interior, emprendió su marcha por el bosque.
Fue una decisión inteligente marcar el primer árbol donde se había apoyado y así evitar perderse, o al menos sabría cuando volvió al mismo sitio. Observó el cielo estrellado con detenimiento y notó que podía leer las estrellas. Ubicó el norte y decidió tomar esa ruta y rezar para obtener buena fortuna. O casi lo hace. Por una extraña razón sintió que ponerse de rodillas y pedir una guía a un ser todopoderoso, sería en vano. Tenía el presentimiento que a quién le rezara, no lo escucharía. Descartó la idea y solo se concentró en caminar.
Caminó y caminó y caminó lo que para él fueron horas. La noche desaparecía, reemplazada por la luz del alba y fue entonces, cuando decidió detenerse. Las piernas le dolían, no paraba de sudar y su estómago gruñía. No había encontrado nada con qué alimentarse. Se cruzó con hongos, pero no estaba seguro si eran comestibles, y una liebre, la cual trató de cazar con una rama de punta afilada, encontrada por el camino, pero el animal fue más ágil y astuto. Se escapó.
Agotado, el hombre se recostó contra un árbol, apoyando su espalda en el duro tronco y se durmió en el acto.
El ruido de un trueno lo despertó.
El cielo se tornó gris, repleto de nubes cargadas de aguas furiosas, esperando a ser liberadas. La tormenta que se avecinaba rugió, anunciando su cercanía, y la luna y las estrellas se escondieron ante su presencia.
El hombre sabía que necesitaba encontrar un refugio. Una casa, una cueva o lo que fuese. No podía quedarse a merced de la tormenta, no tenía idea de su paradero, por lo tanto, tampoco que tan grande pudiera llegar a ser. Se podría tratar de una simple llovizna o del mayor diluvio que enfrentó jamás; si es que vivió uno alguna vez.
Decidió correr.
Sin dirección, sin guía, sin norte o sur. Solo pensaba en correr y en encontrar un lugar para esconderse de la amenazadora tempestad. Incluso se olvidó del hambre, como si el estómago supiera cual era la prioridad del momento.
Corrió y corrió y corrió, contando uno, tres, cinco, diez, veinte, cuarenta árboles y nada. Nada que le sirviera para protegerse y, cada vez más, aminoraba su paso. Se sentía abatido y perdía el ritmo. El hambre regresaba y el cansancio se hacía presente. Estaba a punto de rendirse, cuando un sonido le dio nuevas esperanzas. El sonido inconfundible de un tren haciendo chillar su bocina, en el preciso instante que escupe su vapor al cielo.
Un tren significaba gente, y gente podía significar comida y un cálido lugar para pasar la noche. No se equivocaba. Después de correr un poco más en esa dirección, vio, a lo lejos, luz y humo; humo de chimenea.
Se trataba de una vieja cabaña de madera, posiblemente de acampado. No se imaginaba a nadie viviendo ahí, en el medio de la nada, aunque tal vez no estuviera tan lejos de la civilización. Escuchaba el agua corriendo y supuso que habría algún río cerca, pero no se molestó en comprobarlo, toda su atención estaba puesta en la cabaña y en escapar de la tormenta que, cada vez, se hallaba más próxima. La percibía en el aire.
Miró por las ventanas y no vio a nadie dentro. El fuego de la chimenea aún seguía encendido. Golpeó la puerta y no hubo respuesta. Gritó y nada. Se propuso a entrar, pediría disculpas luego. Apoyó su mano en el picaporte de la puerta para hacerlo girar y, casi al mismo tiempo, sintió el frío filo de un largo cuchillo besando su cuello, un machete supo después. Le torcieron el brazo para pegarlo contra su espalda.
—¿Quién carajo eres? —preguntó una mujer con voz rasposa.
El hombre respondió con un quejido de dolor que se acentuó, todavía más, cuando la mujer presionó el cuchillo haciendo correr un pequeño hilo de sangre.
—No... ¡No lo sé! —logró decir.
—¿Cómo que no lo sabes? —preguntó, incrédula—. ¿Me estás jodiendo? —y lo golpeó, justo donde estaban sus pulmones, con la mano que sostenía el machete, y luego lo apoyó en su garganta. El hombre casi cae de rodillas, pero la mujer lo sostuvo para evitarlo.
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Editado: 08.01.2021