Jafet corría de un lado a otro sobre la cancha, de vez en cuando gritaba: “¡Por aquí pásala! ¡Ahí va! ¡Síguelo!” Entre otras cosas; le emocionaba mucho jugar al *tlachtli, y era muy bueno además, casi todos lo querían en su equipo. Para Jafet, el dedicar el día entero en jugar con sus amigos, o el ir a explorar el rio, o el trepar árboles altísimos, no eran para nada una pérdida de tiempo; pues eran de hecho sus momentos preferidos del día, cuando podía sentirse libre y actuar como un niño normal de su tribu. Sin embargo, su madre, y en especial su padre, opinaban que era necesario que Jafet aprendiera un poco más sobre las responsabilidades de un jefe, pues tarde o temprano, su padre dejaría ese puesto vacante y sería Jafet el siguiente en ocuparlo.
Cualquier niño como Jafet, estaría emocionado por saber que algún día, sería el jefe de una tribu; pues generalmente eran hombres sabios y valientes, considerados unos héroes, todo el mundo los admiraba y cada vez que pasaban por algún lugar, las personas los miraban boquiabiertas y pensando: “como quisiera ser él”. Pero Jafet no era un niño cualquiera, no, él amaba su libertad y jugar cuanto quisiera; no quería saber nada de responsabilidades ni mucho menos reglas. Es por eso que detestaba la idea de suceder a su padre algún día.
Afortunadamente, existían momentos como este, en el que podía fingir ser normal mientras jugaba.
Faltaba ya muy poco para que la línea del sol alcanzara su límite en la cancha, el equipo de Jafet necesitaba un punto más para deshacerse del empate y conseguir la victoria. Era el momento más emocionante del juego, de pronto, uno de los niños asestó tremendo golpe con sus caderas a la pelota y la lanzó hacia Jafet, él corrió para alcanzarla, la victoria estaba cerca, cuando de repente…
— ¡Jafet! Ven acá, el juego se acabó para ti.
La madre de Jafet, Abida, lo llamó desde fuera de la cancha. Se escuchó un prolongado “aaaa” de decepción cuando Abida entró en la cancha para sacar a su hijo de las orejas.
—Pero… pero… Mamá, por favor. Solo un momento más — suplicó Jafet.
—Nada de eso, tenías muchas cosas por hacer y ninguna hiciste.
—Pero solo un momento más por favor.
Abida hizo caso omiso de las súplicas de su hijo y lo siguió arrastrando del brazo hacia su espléndido palacio que llamaban hogar.
Que bochornoso fue para Jafet el haber sido sacado de esa manera del juego, pero su madre estaba haciendo lo mejor para él. Cuando llegaron al salón principal, lo tomó por los hombros y lo miró a los ojos.
—Jafet, hijo, si ya sabes cómo se pone tu padre cuando no haces tus deberes ¿Por qué sigues desobedeciendo?
Jafet sorbió los mocos y siguió llorando bajito.
—Dime — continuó Abida — ¿Qué crees que pasaría si se entera de lo que pasó hoy?
— ¿Y qué pasó hoy?
El padre de Jafet, Quenaztli, entraba en ese momento por la puerta y escuchó toda la conversación.
Abida no sabía que su esposo estaba en casa ese día y se sorprendió al verlo entrar en el gran salón.
—Quenaz, no lo regañes — suplicó mientras escondía a su hijo detrás de ella.
Quenaztli levantó una mano para hacer callar a su esposa y le dirigió una mirada severa a Jafet.
—Ven acá, Jafet.
Jafet miró a su madre como buscando su aprobación para acercarse o no, pero finalmente con la cabeza agachada se puso frente a su padre.
—Muéstrame tus deberes terminados — le pidió.
Pero Jafet solo seguía llorando bajito y con la cabeza agachada.
—Y bien — volvió a pedir.
—No los hice— respondió.
— ¿Cómo dices?
—Yo… yo no los hice… señor.
Quenaztli caminó con paso lento y majestuoso hacia su imponente trono, con su capa ondeando a sus espaldas. Se sentó y tamborileó sus dedos en el reposabrazos. Su penacho lo hacía verse aún más alto de lo que ya era y Jafet no pudo evitar sentirse intimidado hacia él.
—Tu abuelo—comenzó—, y el abuelo de tu abuelo, fueron grandes y valerosos guerreros, nuestro legado siempre ha sido la responsabilidad de cuidar y proteger a nuestro pueblo, y tú, no honras su memoria jugando con tus estúpidos juegos.
“Estúpidos juegos” eso le dolió a Jafet más de lo que puedas imaginar.
—No son estúpidos—dijo armándose de valor—, tú también los juegas.
Quenaztli se levantó de su trono como impulsado por un resorte.
— ¡Niño insolente! — Dijo con voz grave— El tlachtli es uno de nuestros más antiguos rituales, y no tienen nada que ver con diversión.
—Quenaz — dijo Abida intentando calmarlo, pero él no la escuchó.
— ¡Eso dices tú! —Gritó Jafet —A ti lo único que te importa es lo que todos digan de ti y ser un buen jefe. Pero yo no quiero ser un jefe ¡Detesto aprender a ser un jefe…!
Quenaztli hizo callar a su hijo de una bofetada que lo dejó tirado en el suelo.
—Eres una vergüenza para esta familia—dijo Quenaztli.
Jafet comenzó a sollozar más de rabia por lo que su padre le había dicho, que por el dolor de la bofetada. Se levantó y echó a correr sin rumbo.
Editado: 26.07.2024