El castillo de Hogwarts lucía desolado y abandonado, para esas fechas había dejado de ser el acogedor castillo lleno de estudiantes en los pasillos que corrían en todas direcciones para llegar a tiempo a su siguiente clase, o de estudiantes que se brincaban clases para irse a jugar Quidditch, o jugar una partida de ajedrez en la biblioteca o el Gran Comedor, o de aquellos que se gritaban desde una punta del pasillo hacia el otro que iba montado en la escalera que se alejaba, o de alumnos que se reían de chistes malos.
La temporada ya olía a Navidad, y, a pesar de lo solitarios de los pasillos, estos seguían adornados con las bellas y gigantes guirnaldas tupidas de esferas y velas multicolor que titilaban al ritmo de una canción navideña; en algunas esquinas estaban acomodados estratégicamente pinos navideños adornados.
Quince días atrás, Aster Blackwood había recibido una carta de su padre que le anunciaba que no volviera a la casa Blackwood durante la temporada decembrina porque no habría nadie que la recibiera y cuidara de ella. No era raro que su padre no estuviera para navidad, casi siempre dejaba de Aster en algún internado o con los Wallace.
Aster Blackwood recordaba la primera Navidad que pasó en casa de los Wallace, su padre la había dejado ahí porque algo había tenido que hacer, francamente, no recordaba qué y tampoco le preguntó los años subsecuentes. Tenía algo así como cuatro años cuando conoció a los mellizos Wallace, quienes ya tenían sus bien cumplidos cinco años.
Rocco y Roni eran el caos y el torbellino Wallace, en cambio Aster era muy seria, incluso había temido a los desmanes de los mellizos Wallace. Sin embargo, había sido el mismo Rocco el que se había acercado a ella primero.
La verdad, la niña Blackwood no recordaba muy bien cómo se había vuelto amiga de los hermanos Wallace, solo sabía que ellos habían estado ahí toda su vida, y por eso Aster había creído que sería siempre así; sin embargo, a su ingreso a Hogwarts, dos cursos atrás, en el tren camino al colegio de magia, la amistad de casi toda una vida había llegado a su fin.
Hiacynth Grayson, una hija de padres no mágicos, una huérfana mágica, tenía toda la culpa de que su amistad con Rocco y Roni terminara. Ahora sabía que no debió dejarse llevar por sus emociones de ese momento, pero ya era tarde para arrepentirse, como su padre ya le había dicho en más de una ocasión: “Un Blackwood no se retrocede el camino tomado. Un Blackwood no se arrepiente”; así que, a dos cursos de sucedidos los hechos, ya empezaba a resignarse a que la pérdida de la amistad entre ella y los mellizos Wallace no había sido una equivocación.
–Feliz Navidad. -se escuchó la voz en tono seco de Rocco desde la espalda de Aster.
Rocco había dejado un pequeño regalo sobre la mesa, al lado de Aster Blackwood, que ya había empezado a comer su postre favorito: dulce de calabaza con canela, aunque lo había estado comiendo sin muchas ganas.
La respiración de Aster se agitó, y sus ojos ardieron ante la emoción de que Rocco estuviera ahí. En el fondo de la mente de la niña Blackwood, la voz de su padre: Aster Blackwood tienes que controlarte. Aster Blackwood tienes que contenerte.
Pero no importó lo mucho qué se repitió el eco de la voz de su padre diciéndole que debía controlarse, ni tampoco lo mucho que se repitió que también debía contenerse; por breves segundos dejó de ser Aster Blackwood, última descendiente de la honorable casa de los Blackwood, y fue solamente Aster. La pequeña, débil, vulnerable y solitaria Aster que era por dentro.
Saltó de su asiento, golpeándose un poco con la banca las espinillas al brincar la banca, había tenido,no solo la mesa de Slytherin, sino todo el comedor para ella sola. El postre de dulce de calabaza con canela rebotó con la patada, esparciéndose un poco alrededor del pequeño refractario, la cuchara cayó al lado, también haciendo un manchadero.
–¡Rocco! -gritó Aster al mismo tiempo que se lanzaban a los grandes brazos de su mejor amigo de toda la vida.
Rocco la había recibido como si su amistad jamás hubiera sufrido daño alguno, y el cálido abrazo fue reconfortante para Aster, tanto que sin darse cuenta dejó que las lágrimas escaparan de sus ojos. Qué importaba, ahí, en el Gran Comedor, no había nadie más, los otros que se hubieran quedado a pasar las navidades en el colegio debían estar en las salas comunes de sus propias Casas, compartiendo y celebrando con compañeros. Lo que realmente importaba es que ella estaba con Rocco, como siempre había sido en navidad.
Demasiadas eran las emociones, tantas que Aster tenía tenía corazón acelerado, la respiración agitada y entrecortada, le dolía la nariz de haberse estrellado de cara contra el pecho de su queridísimo amigo. No podía soportarlo más, abrazar a Rocco no era suficiente, empezó a besarle las mejillas, como antes lo hiciera cuando eran niños.
Y entonces con muchos besos y besitos, de pajarito, de una mejilla y luego a la otra, entonces, entre la sobrecarga de emociones y acciones, los labios de Aster rozaron los de Rocco, pero Aster ya no se alejó, hasta que se convirtió en un beso de esos que se daban los novios.
Este iba a ser un mejor regalo, que el que estuviera en aquella cajita misteriosa que Rocco le había dejado en la mesa momentos antes, pensó Aster. Estaba besando y siendo besada por Rocco Wallace. Y entonces, muchas cosas adquirieron sentido para Aster: sus celos, que solo admitiría ante sí misma, hacia Hiacynth Grayson; pero sobre todo, comprendió la razón de su desolación ante la amistad rota con Rocco.