Cuando por la mañana despertó en la cama, firme, suave, limpia, se quedó unos instantes sin saber donde se encontraba. En lugar de encontrar el familiar olor de Vivian a su lado, le llegó el dulce olor a colonia de bebé, babitas y suavizante. Miró atentamente y se dio cuenta de que, efectivamente, Jane estaba profundamente dormida a su lado, con el chupete caído y medio clavado en su gordita mejilla. Al parecer, la noche anterior no había querido montar la cuna y, al ver que alguien se había molestado en instalar una barrera en uno de los lados de la cama, se acostó directamente con la niña en ese lado y se quedaron dormidos.
Rick se levantó y se acercó a la ventana. Levantó la persiana, que apenas requería esfuerzo por su parte, y observó las vistas. De día no era ni la mitad de hechizante que de noche, pero ahora podía observar como volaban coches de un lado a otro de la ciudad. Unos eran visiblemente coches privados, otros transporte público. Rick sacudió la cabeza y se alejó de la ventana. Demasiado futurístico. Aquella realidad no le pertenecía. Él no debía estar allí. Él debería haber muerto hacía mucho, después de una larga vida rodeado de todo lo que siempre le había sido familiar.
Salió de la habitación y al entrar en el salón se iluminó un pequeño dispositivo del que salió la voz de un hombre.
—Buenos días, Rick. ¿Deseas que levante la persiana?
—Sí—dijo automáticamente, pero según se hacía la luz en el salón, se preguntaba porqué diablos había una voz preguntándole eso. Miró el dispositivo—¿Quién eres?
—Soy un androide, me llamo Zeus y estoy a tu disposición. Puedes ordenarme lo que quieras con respeto a los electrodomésticos y demás dispositivos electrónicos de la casa. ¿Deseas algo más, Rick?
—Sí, un café—dijo, por probar. Pero realmente le apetecía mucho.
—Marchando—dijo.
—¿Y dónde está la cafetera?—preguntó Rick, con fastidio.
—Justo detrás de ti, pasa la barra americana y a tu derecha, en la encimera, verás tu café recién preparado.
Rick se giró y se metió en la cocina. Efectivamente en aquel momento estaban cayendo las últimas gotas de café en la taza humeante.
—¿Lo has encontrado?—le preguntó Zeus.
—Sí.
—Tienes azúcar a tu disposición. La leche está en la nevera.
—Vale, Zeus, cállate—le dijo, brusco.
—De acuerdo, estaré aquí para lo que necesites.
Rick miró el dispositivo enfadado, y apoyó las manos en la encimera. Se sentía totalmente desubicado. Pensó en Vivian. La chica le había dicho que le enseñaría la ciudad, pero entonces comprendió que tenerla con él le habría servido de algo más que eso. Tal vez ahora le estaría explicando que era lo normal tener en casa un androide que te ayudara a gestionar los aparatos, que te ayudaba a hacerte un café... Y a saber que más. Sacudió la cabeza. La traición que sentía por parte de la chica le hizo apartarla de su cabeza.
Oyó a Jane balbucear en la cama y se fue a verla. La encontró intentando alzarse sobre los bracitos, pero no podía. Rick se rió y la cogió en brazos. La abrazó y se la llevó a la cocina, donde le preparó un biberón. Decidió prepararla en cuanto acabara y marcharse a ver al presidente.
Cuando estuvo en la entrada del edificio miró hacia atrás. Esperaba no olvidar que su piso era el D de la planta 18. Y salió a la calle. De repente se vio rodeado de mucha gente. Atrajo el carrito, cortesía de su desconocido benefactor, hacia sí, y miró alrededor. La gente de aquella época vestía trajes muy variocolores. Había hombres y mujeres claramente de negocios, como siempre había habido. Otros muy amanerados destilando estilo y glamour por los cuatro costados. Personas más corrientes que aún así lucían prendas que a Rick se le antojaban extrañas. Él, sin embargo, se había puesto una sudadera de las que había rescatado en su casa la tarde anterior. Durante la noche se habían molestado en lavar toda su ropa y había llegado aquella mañana perfectamente plegada y muy aromatizada.
—Señor Anderson—dijo una voz a su espalda.
Rick se giró y vio que se trataba de un botones.
—¿Desea un coche?
—Yo tengo coche—le contestó.
—Me han informado de que esta mañana, según usted demandó, han enviado su Chevrolet Impala a un taller de prestigio en la ciudad, pero por ahora, no está disponible para usted. ¿Necesita, así mismo, que lo llevemos a algún lugar?
Rick se quedó unos instantes mirándolo, atónito.
—Ah... Emmm... Puede parecer ambicioso, pero el presidente Reynolds quería verme.
—Ambicioso en absoluto, señor Anderson. En unos instantes le preparamos un coche y le llevarán a la sede del gobierno.
Dicho esto, el chico volvió a entrar en el edificio, y efectivamente, ni dos minutos después, apareció un vehículo negro, compacto y silencioso como los de la época. No recordaba en qué coche había llegado allí la noche anterior con Arnie, debía de estar muy cansado.
Llegó el chófer, que desencajó la silla superior de la niña con agilidad y se la llevó a un asiento trasero del coche. Rick tuvo ganas de tirarse al cuello del hombre, pero comprendió que sólo estaba haciendo su trabajo. Volvió, plegó el carro y se lo quitó de las manos a Rick, metiéndolo en el maletero.
—Señor...—le dijo, indicándole el asiento de al lado de Jane.
Rick entró y el hombre cerró la puerta. Se sentó al volante y puso música, desconocida para Rick, de fondo.
—Las calles están hoy que no se puede—comentó el hombre, locuaz—Imposibles, será por culpa de las rebajas, cada estación lo mismo. Le ruego que me disculpe, señor, enseguida que tenga un hueco me incorporo a la aeropista.
—¿A la qué?
—Aeropista, será rápido, se lo prometo.
—No.
—¿No?—preguntó el hombre, mirándolo por el retrovisor interior. Parecía perplejo.
—Nada... de aeropistas. Hay un bebé a bordo.
Pensó que tal vez aquello sería una buena excusa para disuadir al hombre.