Jane

Capítulo 20

Todo lo que Rick sabía y conocía de sí mismo estaba del revés. La conciencia que tenía de su persona y lo que era había cambiado radicalmente desde la conversación con Vivian. La mañana siguiente a la cena, al levantarse, se miró en el espejo y no sabía quien era realmente. Se preguntaba si aquel que veía, el que había sido siempre, era realmente él. Se preguntaba si todo lo que había vivido era real o una mentira creada por su padre. O por sus padres. ¿Cuánto de todo aquello había sabido su madre? Ella siempre había sido algo más que una madre, había sido su amiga, su mejor amiga, pero aquello incluso empezaba a dudarlo. ¿Cómo se podía ocultar algo así a un hijo veinticinco años? Había leído muchos libros sobre adolescentes que se enteraban de cosas que no sabían sobre sus orígenes a los dieciséis o diecisiete años. Algo más en algunos casos. Pero él había tenido veinticinco años la última vez que había estado con sus padres. Y nadie le había dicho nunca nada. Ni siquiera lo habían insinuado. Y ahora estaba solo, lejos de su época y de todo lo que conocía, y, ¿quién era? ¿Qué implicaba ser medio humano? ¿Qué había influenciado en su vida ser así sin que él se hubiera dado cuenta? ¿Había pasado algo en su vida que fuera debido a su naturaleza desconocida y él no había sido consciente?

Mentira, todo se le antojaban mentiras o cosas ocultas, o desconocidas. Nada parecía claro, ni real. Se lavó la cara varias veces y volvió a mirarse. No sabía reconocerse. Tal era el lío mental que sentía que se vistió, garabateó una nota para Vivian y salió del modesto piso de la chica. Se las apañó para conseguir un taxi que lo llevara a la sede del gobierno y entró. Fue directamente al ascensor y pulsó el botón del piso en el que sabía que estaba el presidente. Era bastante pronto y no había apenas nadie aún. Pero le daba igual. Recorrió casi todo el pasillo hasta el despacho de Reynolds, pero a mitad camino lo llamó la secretaria.

—¡Señor Anderson! ¡Rick!—lo llamó.

Él se giró, y sospechó que llevaba muy mala cara, porque la pobre mujer se paró de golpe y vio algo de temor en su expresión. Rick relajó el semblante.

—Buenos días, estoy buscando al presidente—le dijo.

La secretaria pareció calmarse un poco y Rick juraría que suspiró.

—Aún no está disponible... Es muy temprano, tal vez esté desayunando. ¿Quiere que le dé algún recado cuando empiece su jornada?

—No, quiero verlo ahora—dijo él, firmemente.

Ella puso cara de apuro y vaciló unos instantes.

—Espere—le pidió. Retrocedió sobre sus pasos y se fue hasta una mesita que había al principio del pasillo. Le había pasado desapercibida a Rick, pero allí tenía un teléfono y parecía ser su puesto de trabajo. Descolgó el aparato y llamó. Oyó que le decía a alguien que Rick estaba allí, y después de unas cortas frases más, colgó y lo miró a él.

—Sígame, por favor—y se marchó en el sentido contrario al despacho. Volvieron al ascensor y subieron otros tres pisos. Cuando se volvieron a abrir las puertas se dio cuenta de que aquello era una lujosa vivienda. La secretaria debía de haberlo llevado directamente a la casa de Reynolds.

Y efectivamente, llegaron a un espacioso salón donde sonaba música clásica de fondo y estaba Reynolds sentado en una gran mesa de cristal, desayunando con un hombre detrás de él, que parecía ser su mayordomo.

—Buenos días, Rick.

—Sev—saludó Rick escuetamente.

Reynolds levantó la mirada, sorprendido. Al ver la cara de Rick soltó el untador con un suspiro.

—¿Quieres un café?

—Cargado. Sin leche y mucho azúcar. ¿Sabe lo que realmente me irrita?

Rick separó una silla de la mesa y se sentó, quedando justo enfrente del presidente. El mayordomo abandonó el salón después de que Reynolds le hiciera una seña con la mano.

—Sorpréndeme.

—Que usted lo supo desde el principio y no le salió de los reales contármelo.

—No es que no quisiera, Rick.

—Ah, no me lo diga...—dijo Rick, con una sonrisa.

Reynolds levantó las cejas.

—No, no, en serio, déjeme hablar, creo que ya les estoy pillando el tranquillo. No me lo diga, no era el momento. ¿Verdad?

—No iba a decir eso. Iba a decir que no tenía autorización.

—Bien, ¿entonces ahora sí me responderá si le pregunto quién tiene potestad para decir lo que puede decirme o no?

—Su gente—dijo.

—¿Qué?—Rick realmente no lo había entendido.

El mayordomo había vuelto con una humeante jarra y le sirvió una taza bien llena. Le acercó un azucarero, dejó la jarra encima de la mesa y regresó detrás del presidente.

—Gracias—dijo Rick.

—Le decía que es su gente quien decidía lo que yo podía contarle y lo que no.

—¿Qué gente, presidente?

—Los vaturianos.

Rick levantó la mirada del café. Olía muy bien, debía de ser un café de calidad extraordinaria.

—¿Así llaman ustedes...?

—Sí.

Rick se sirvió varias cucharadas de azúcar, pensativo. Y mientras removía el café, volvió a mirar al hombre, que seguía untándose una tostada integral en mantequilla.

—No es mi gente.

El hombre lo miró, interrogante.

—No puede serlo. ¿Cómo puedo considerar mi gente a alguien que no conozco?

Reynolds meneó la cabeza, considerando lo que había dicho Rick.

—Puede que tenga razón. Pero siempre suena mejor que decir congéneres. Lo cual no es literal puesto que usted es híbrido. Palabra que a mí tampoco me agrada.

Rick dio un sorbo a su café, y a pesar de que le faltaba un poco más de azúcar, comprobó lo delicioso que era. Le echó otra cucharada como si simplemente fuera el azúcar el que quería caer en su taza.

—Híbrido...—repitió él, ensimismado.

Reynolds estudió su expresión unos instantes.

—Rick, no hagas eso.

Levantó la mirada para mirar al hombre.

—¿El qué?

—No te pierdas en ese pensamiento. No eres una cosa... u otra. Eres un individuo, Rick. Como tú quieras. Pero no intentes buscar algo más. Seguramente no lo hay. Y la gente que te quiere tampoco necesita que le busques más las vueltas a eso.




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