Richard Anderson se encontraba arrodillado en el suelo, en su jardín. Estaba podando las rosas que Vivian se había empeñado en plantar veinte años atrás. Le había encantado cuidarlas, pero ahora que ya no estaba, él había tenido que reunir los pocos conocimientos que había absorbido durante los años sobre el tema para procurar su supervivencia. Al fin y al cabo, eran uno de los pocos recuerdos que iban quedando en la casa. Estaban en la parte este de la casa de Sunset Hills y siempre tenían sol al menos unas pocas horas al día.
Por otro lado, y a pesar de sus casi cincuenta y siete años, él prefería que lo siguieran llamando Rick. Y así lo hacía todo el mundo, incluido su padre.
Se miró un momento la mano y vio que se había pinchado. Examinó la rama causante y se preguntó si Vivian había estado cortando las púas o las dejaba crecer. No lo recordaba. Chasqueó la lengua y escuchó un coche que le resultaba familiar. Bajó un poco el sonido del pequeño altavoz que tenía al lado, que estaba reproduciendo en aquél momento You can’t hurry love, de Phil Collins. Aguzó la vista y vio que era el de su padre. Henry Anderson había dejado de vivir en aquella casa en cuanto Cora, la madre de Rick, falleció, hacía unos diez años. Dijo que no quería seguir viviendo en ella y entonces Vivian le pidió que se marcharan a vivir ellos allí, puesto que le parecía más tranquilo que en la ciudad. Y así lo habían hecho. Henry se marchó y Rick se pasó largas temporadas sin saber nada de él. Pensó que tal vez se marchaba un tiempo a su planeta y luego volvía. Traía cosas para todos y venía más animado. Rick ya hacía mucho tiempo que había dejado de preguntarle por aquel planeta. Su ilusión, junto con otras cosas, había desaparecido, y sus orígenes vaturianos hacía mucho que le daban igual. Hacía años que no había vuelto a adoptar su forma alienígena, puesto que aquello le ponía de mal humor. Sabía que jamás tendría respuestas, y por otro lado...
Sacudió un poco la cabeza y suspiró. Se había vuelto a pinchar.
—Buenos días, hijo —lo saludó el hombre, sonriendo.
Rick lo miró, ceñudo. Su padre seguía teniendo el mismo aspecto que había tenido en su infancia y su adolescencia y durante toda su vida hasta el día de hoy. No se había molestado en cambiar y hacer como que envejecía ni siquiera cuando Cora lo hizo. Sin embargo, en aquel momento pensó que tal vez era algo que la mujer le había pedido.
—Hola —gruñó.
—Qué mala pinta tienes —comentó su padre, algo más serio.
—Tú luces igual que siempre, gracias —le contestó bruscamente Rick. Recogió las tijeras de podar y los guantes que había cogido inútilmente, porque le quedaban pequeños, y se levantó.
No tenía la torpeza que pudiera empezar a tener una persona de su edad.
—No, lo digo en serio —insistió Henry —¿Por qué dejas que tu aspecto envejezca tanto?
Rick lo miró, encaminándose hacia la entrada de la cocina, pero hizo como si no lo entendiera. No era que lo hiciera realmente, pero prefería no hablar del tema, sin embargo parecía que su padre sólo venía a hablar de él.
—En serio, hijo, tienes una pinta horrenda, deberías empezar quitándote...
—¿El qué? —preguntó de nuevo con brusquedad Rick dejando lo que llevaba en la mano en la caja de la entrada. Luego la llevaría al garaje.
—La barba supongo que no quieres, pero todas esas arrugas y esas canas... Sabes que no necesitamos todo eso, ¿verdad?
Entraron en la cocina y Rick se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos.
—Tengo cincuenta y seis años —le dijo al hombre como si no lo supiera.
—Pero eso no cuenta para ti. ¿Cuántos te crees que tengo yo? Más de los que puedo recordar, y aquí me tienes.
Rick volvió a mirar de cabo a rabo a su padre y le pareció mentira que se esmerara tanto en conservar el buen estado de su aspecto físico después de tanto tiempo.
—Me da igual, me siento mejor así —dijo él, dejando de mirarlo.
Oyó que el hombre suspiraba.
—He venido porque Jane y la niña están preocupadas por ti —dijo Henry.
Rick volvió a levantar la mirada.
—No tienen un porqué.
—Yo creo que sí. Pareces casi diez años mayor que hace seis meses y vistes como un vagabundo. Veo que al menos la casa la cuidas. ¿O tiene que hacerlo Jane?
—Lo hago yo. Y mi aspecto da igual, estoy bien. Sois todos unos metomentodo.
Se quedó mirando ceñudo al suelo con los brazos aún fuertemente cruzados al pecho. Henry pensó que empezaba a comportarse como un crío.
—Bien, bueno... Había venido a proponerte salir un poco, pero veo que no estás por la labor.
—No voy a ir a ningún lado.
—Tal vez te interesaría si te dijera a donde —lo tentó Henry.
—No, y si no tienes nada más que decir, vete.
El hombre siguió contemplando a su hijo y pensó que no lo reconocía. Había ido cambiando con los años y había dejado que tanto su cuerpo como su mente envejecieran como un humano normal. Pero desde hacía seis meses había empeorado y mucho distaba del Rick que Henry había conocido. Pensó que tal vez sólo era un mal día para hablar y salió de la cocina. Se quedó mirando en el mueble de la entrada todas las fotos. Había una nueva, más grande, de Vivian. Era muy reciente y en ella se podía ver a una señora de unos cincuenta bien vestida y feliz.
Henry suspiró. Vivian había fallecido de un cáncer fulminante seis meses atrás. Ni toda la medicina moderna había podido con aquello y ella se había ido sin remedio. Pensaba que tal vez su hijo necesitaría más tiempo para superar aquello, si lo hacía. Si tal vez le proponía... Pero miró las demás fotos. Aún había una de la primera comunión de Jane y otra de la de Alan. No había fotos de la boda de ella porque su relación había sido un fracaso, pero sí de su hija, Jenny. Henry sonrió al verlas tan bonitas y miró hacia la cocina. Rick seguía allí, sin moverse. El hombre regresó a la cocina y creyó que su hijo no se había dado cuenta.