La primera vista que tuvieron de Kugula fue algo sobrecogedora. Claramente, el enemigo había llegado allí. Había casas en llamas, algunos cadáveres tirados por las calles y mucho caos.
Koshia e Inek se adentraron en el poblado, seguidos de Arceus. Detuvieron a una mujer que andaba corriendo buscando a alguien a gritos.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Koshia.
—¿Qué hacéis ahora aquí los nariavi? —le preguntó la mujer con resentimiento —Ya llegáis tarde.
—¿Nos puede explicar qué ha pasado? —insistió Inek.
—Han llegado esos marash y lo han destruido todo.
—¿Son marash? —preguntó Koshia, sorprendida.
—¿De qué habla? —preguntó Inek.
—Son criaturas semejante a insectos que lo único que hacen es destruir y matar todo. Desde luego no han venido a por recursos.
Inek miró a su alrededor. Se alegraba de saber que Chelesi no estaba allí para ver aquello. La mujer se marchó corriendo sin que pudieran preguntarle nada más.
—¿Qué queréis hacer? —preguntó Arceus.
—Deberíamos ir a ver si la reina está bien —dijo Inek.
—Olvídate de la reina, muchacho —dijo bruscamente Koshia —No es ella la que debe preocuparte. Ella tiene defensa de sobras. Quiero ver si la casa de tu ati está bien.
Y sin esperar respuesta, la mujer se encaminó hacia donde estaba el árbol en el que habitaban. Inek la siguió sin discutir y Arceus fue detrás. Enseguida que llegaron allí vieron con alivio que la casa estaba bien. El árbol no parecía haber padecido daños, sin embargo había cosas que salían volando de la casa.
—Pero… ¿qué? —dijo Inek.
Y en ese momento se asomó al balcón una de aquellas criaturas.
—Creía que se habían marchado.
—Pues parece que no, y a este lo voy a despedir ahora mismo —dijo Koshia, enfadada —¿Alguien tiene una espada?
Arceus la desenvainó y se la tendió.
—Buena suerte —dijo.
—¿No piensas ayudarla? —le preguntó Inek, indignado —¿Y tú te consideras nariavi?
—Esos bichos, si de verdad son marash, son dioses de la destrucción, y sí, son muy venenosos. No pienso enfrentarme a eso.
—Cobarde —le espetó en la cara, desenvainando la daga del chico con la que el día anterior le había cortado la atadura de los pies.
Él y Koshia se encaminaron hacia el pie del árbol.
—Sería mejor esperar a que… —empezó Koshia, pero el insecto bajó de un salto —O tal vez no nos hará esperar.
Inek se puso en guardia. La criatura se quedó mirando alternativamente a uno y a otro, intentando decidir a por quién iba primero. Así que Inek tuvo una idea y dio un salto a la derecha.
—¡Oye, aquí! —le gritó.
Y el insecto hizo lo que él había creído que haría. Se quedó mirándolo y le gritó, se fue hacia él. Inek se fue alejando a saltos hacia atrás y Koshia comprendió. Fue a por él por detrás, saltó con la espada en alto y en el último momento, el marash se giró con una pinza en alto. Koshia abrió mucho los ojos, pero no podía hacer nada. Sin embargo, la pinza con la que iba a atacarla el bicho se quedó parada a escasos milímetros de ella, que aterrizó en el suelo delante de la criatura. No podía atacar a la mujer. Inek miró a Arceus y vio que entonaba una salmodia.
—Lo has parado —dijo Koshia, comprendiendo.
Inek no perdió el tiempo y le lanzó la daga al cuello, donde quedó clavada. El marash emitió otro grito ahogado característico de su especie y empezó a brotar la sangre de la herida que tapaba la daga. Koshia blandió la espada y le cortó definitivamente la cabeza, que salió rodando hacia el suelo.
—Lo siento por tu daga —dijo Inek.
Arceus se quedó mirándola. No iba a cogerla entre toda aquella sangre. Se encogió de hombros.
—Vamos a ver si ha destrozado mucho —dijo Koshia, y dio un salto hasta el balcón.
Inek la siguió y vio que había algún que otro animal muerto por el suelo, pero nada más. Faltaban enseres de la cocina que el marash había lanzado por la ventana. Todo lo demás estaba intacto.
—Está bien, ¿ahora qué hacemos? —preguntó Inek.
—Yo me voy a dedicar a esperar a tu ati. Si como tú dices se marchó hace unos cuatro o cinco días, dentro de poco más de una semana, volverá. Mientras tanto, si alguien me necesita para algo, que me lo diga.
—¿No desalojarán el poblado? —preguntó Inek.
—No lo sé. Si lo hacen, nos enteraremos.
El hombre asintió. Koshia se dirigió a Arceus y le devolvió la espada.
—Has estado muy bien —le dijo.
Arceus asintió y se quedó mirando un momento la espada, aún sucia de negra sangre. Luego miró a Inek. Se acercó a él y le tendió la espada… apuntándole al corazón.
—Aquí te vuelvo a tener —dijo.
—Venga ya, ¿en serio? ¿Ahora vas a intentar matarme? —preguntó Inek, incrédulo.
—Estoy cansado. Quiero quitarme mi objetivo de encima pronto.
Inek alzó las cejas. De nuevo no entendía demasiado bien.
—Suelta esa espada —le ordenó Koshia con calma.
Arceus la ignoró.
—Ahora ya no hay guardias por aquí. Y antes de que me matéis vosotros, como estabais hablando anoche, te mato yo a ti. Luego, que ella haga conmigo lo que quiera —explicó tranquilamente Arceus.
Inek miró un momento a Koshia, interrogante.
—No te vale la pena intentar nada más, muchacho. Puedo conseguir otra arma y seremos dos contra uno. Piénsalo.
Pero, contra todo pronóstico, Arceus se echó a reír. A carcajadas. Dejó de amenazar a Inek con la espada y se dobló por la mitad de la risa. Koshia miró al hombre como si Arceus hubiera perdido el juicio, y él parecía pensar lo mismo. Un instante después, Arceus dejó poco a poco de reír y volvió a poner la espada en el pecho de Inek. Miró a Koshia con los ojos entrecerrados.
—Ya está todo pensado, preciosa.