En este homenaje a mis abuelos Janette Boissieu y François Lemoine que escribo en esta revista, no podría hacer otra cosa que contar el cómo y por qué me gusta tanto ser policía.
Cuando era adolescente, hace unos quince años, visité junto con mis dos hermanas mayores a mis familiares maternos que vivían en Francia en el verano, cuando mi madre tuvo las vacaciones del trabajo en el mes de julio, y me quedé allí hasta septiembre, antes de empezar la escuela otra vez.
Lo que más me gustó cuando estuve con ellos fueron las historias de crímenes imposibles que mi abuela nos contaba que resolvía con sus compañeros de investigación, policías, o como ella nos decía, sus Watsons, cada tarde después de almorzar. Aunque mis hermanas se aburrían y se iban, yo siempre me quedaba con ella hasta el final del relato. Aún lo recuerdo como si fuera ayer.
El que más me llamó la atención y el que por él empezó a gustarme el investigar y descubrir al culpable, fue el de los asesinatos del instituto Hanhok, cuando mi abuela no conocía a mi abuelo y no se les consideraban todavía como detectives, es decir, su primer caso...