La noche aún estaba sobre el Jardín de Almas cuando abrí los ojos. El cielo no estaba del todo oscuro: la primera línea de luz de día se deslizaba, tímida, detrás de los montes de Nahiluna. El aire estaba frío, pero olía a vida, a tierra húmeda después de la llovizna que bendijo la ceremonia de anoche.
A mi alrededor, las flores aun dormían con los pétalos cerrados; sin embargo, cuando me pare, varias de ellas voltearon sus pétalos hacia mí como si reconocieran a su nueva guardiana. La capucha púrpura caía sobre mi pecho, pesada y cálida, como si las manos de mi bisabuela aún la sostuvieran. Caminé descalza por el sendero de hojas húmedas que llevaba al Árbol de la Sabiduría.
A cada paso, el pasto emitía un leve resplandor purpura, una costumbre de la tierra cuando siente un corazón dispuesto a servir. A lo lejos, escuché el murmullo de los riachuelos y el canto de las aves nocturnas que se iban a descansar. Me detuve frente al gran Árbol. Su corteza tenía vetas plateadas que parecían respiraciones. Posé la palma de mi mano sobre su raíz principal, áspera y húmeda, y sentí un pulso: no era el mío. Era el latido antiguo del Jardín, la memoria viva de mi gente.
Cerré los ojos. Por un momento vi un destello: el reflejo de un río seco, un campo quemado por el fuego, y luego… los ojos de un hombre desconocido, oscuros y serenos, que parecían buscarme a través del tiempo. Abrí los ojos de golpe, y el paisaje volvió a ser bosque y neblina. El amanecer, al fin, rompió la última migaja de sombra. Una luz dorada se deslizó entre las ramas y el Árbol dejó caer sobre mí tres hojas suaves, como si me diera la bienvenida.
Me incline hacia el haciendo reverencia y de rodilla frente sentí la frescura de la tierra, su humedad y hundí mis manos en ella pudiendo sentir el pulso debajo mío, el pulso de generaciones. Entonces sentí como todo el Jardín me daba la bienvenida, las flores con sus olores distintivos y los pájaros con sus cantos hermosos, hicieron un festín a mis sentidos. Medite un momento en esto y dedique mi primera oración:
“Gran Espíritu que habitas entre los mundos,
voz que brota en el agua y en el fuego,
dame raíces para recordar,
alas para escuchar,
y la luz para guiar a mi pueblo”.
Mientras hacia esta oración vi como las raíces debajo mío se encendían de un purpura brillante y la pulsación debajo mío parecía los latidos de los corazones de Nahiluna. Los pájaros habían dejado de cantar, siento que solo deseaban oírme. Entonces como en un trance me vi entre dunas de arena y un hombre frente a mi que giraba su cabeza, decía algo, pero no lo podía oír. Estrellas fugaces en el cielo, aun cuando era de día.
“Te escucho” le dije al bosque que me hablaba de la mejor manera posible, esperando que yo entendiera. Una brisa caía sobre mi y agito la capucha. Olía a salvia y lavanda frescas. Me quede quieta y la tierra bajo mío también, creo que había aceptado mi oración. Y al fin había crecido el día sobre Nahiluna.
El Jardín estaba en silencio, como si escuchara mi respiración y yo la suya. El rocío seguía suspendido en las flores cuando el aire, de pronto, se estremeció. No fue el viento: fue el velo que separa los mundos, abriéndose con la suavidad de un suspiro. Desde el claro que lleva al río apareció un resplandor pálido, una luz que no era del sol ni de la luna, ni de estrella.
De esa bruma hermosa, como emergiendo de un recuerdo, surgió un hombre. Llevaba ropas sencillas, gastadas por el desierto, pero en sus manos traía un pequeño cuenco de madera, y en sus ojos oscuros había un brillo reverente, como quien pisa tierra sagrada. No caminó de inmediato hacia mí. Se detuvo al borde del claro, inclinó la cabeza y tocó con los dedos la hierba húmeda, saludando a la tierra de Nahiluna. Cuando al fin alzó la mirada, la bruma del velo se apartó de sus hombros y el Jardín pareció tener colores hermosos y un poco más.
Yo no me moví.
La raíz del Árbol seguía bajo mi palma, y sentí que el latido que antes era profundo ahora se agitaba, ligero, como un tambor que anuncia algo nuevo. Él avanzó despacio, sin romper el silencio, hasta quedar a unos pasos.
Sus manos sostenían el cuenco; dentro, dormía una pequeña semilla color oro, envuelta en un puñado de arena clara. —Es de Varunesh —dijo con voz baja, casi un susurro que no quiso perturbar al Jardín—. Crece solo en desiertos, pero donde echa raíces, la tierra vuelve a cantar.
Acerco el cuenco hacia mí sin tocarme. La semilla parecía latir, como si respirara. Tomé el cuenco con ambas manos. La semilla, al rozar mi piel, emitió un calor suave que me recorrió los dedos hasta el corazón. En ese momento, el Jardín dejó caer sobre nosotros una lluvia breve de pétalos blancos que se deshicieron antes de tocar el suelo. Nos miramos, sin hablar, hasta que el silencio se volvió demasiado estrecho para las preguntas que llevaba en el pecho.
—Has cruzado el velo con respeto —le dije, y mi voz sonó más serena de lo que esperaba—. El Jardín lo ha notado.
— Solo un necio caminaría aquí sin reverencia —respondió dulcemente—. He soñado muchas veces con este lugar… y conti…
Su última palabra no terminada, pero la dejó flotar en el aire, suave y sincera. Sentí que la raíz bajo mi mano vibró otra vez, como si el Jardín nos escuchara. No conteste de inmediato. Apreté con suavidad y ternura la semilla entre las palmas, buscando valor para mis propias palabras.
—Entonces —dije al fin—, tal vez el Jardín también te soñó a ti.
El viento soplo apenas lo suficiente para alborotar nuestras ropas.
Por un instante, todo alrededor —las flores, las hojas, el propio Árbol— pareció guardar silencio, como si el bosque entero esperara la continuación de esa frase.