El sol no salía todavía del todo; sólo un filo de luz, tembloroso y dorado, se deslizaba entre las hojas superiores del Gran Árbol de las Almas. El Jardín despertaba muy lentamente: el aire olía a rocío y a corteza húmeda, y cada gota de agua que colgaba de las hierbas parecía contener un diminuto cielo.
Anirak estaba ya en pie. Se había quitado los zapatos y pisaba la tierra fresca como si la saludara. En sus manos llevaba el cuenco de barro donde había guardado, desde la noche anterior, el agua recogida bajo la luz de la luna llena. La regaba ahora al pie de las raíces más jóvenes, murmurando las palabras que sus maestros le enseñaron: suaves, como si abrazara a los brotes.
Dev se había mantenido a un paso de ella, en silencio, sin interrumpir. Había algo en su modo de observar: no era la mirada de un extraño, ni de un devoto, sino de alguien que escucha la respiración de la tierra. Sólo cuando ella terminó el pequeño rito, él avanzó un poco y se agachó para examinar un tallo de hoja marchita.
—Tienen sed de algo más que agua —dijo en voz baja, como si hablara al brote y no a ella.
Anirak levantó la vista, sorprendida por el acento áspero pero no hostil.
—Han bebido de la luna y del río. ¿Qué más podrían necesitar?
Dev pasó los dedos por el borde de la hoja y los llevó a su nariz.
—El agua les basta para vivir. Pero la savia pide fuerza… fuerza que viene de la raíz, cuando la raíz toca la tierra correcta.
Dejó caer un puño de polvo carmesí que llevaba en una pequeña bolsa de tela purpura.
—Esto es arcilla roja, mezclada con sal de los desiertos. No es magia, sólo comida. La tierra aquí es demasiado blanda y húmeda.
Anirak se inclinó junto a él.
—¿Sal de los desiertos…? Nunca la he probado en esta tierra.
—Ni yo había visto árboles que canten —replicó él con una media sonrisa, señalando el tronco del Gran Árbol de las Almas, que parecía bailar bajo la brisa—. Venimos de tierras diferente, pero las raíces entienden todos los idiomas.
La respuesta hizo sonreír a Anirak. Tomó un puño del polvo y lo dejó caer en la base de un brote que lucía débil, como si le ofrendara algo. El Jardín guardó silencio; sólo el leve zumbido de los insectos llenaba el aire.
Anirak se quedó observando el polvo en la tierra. El aire parecía tener todavía el eco de las palabras de Dev, y ella percibió que no eran órdenes sino consejo. Deslizo los dedos en el suelo húmedo, lo mezcló con la sal desértica, y notó que la textura cambiaba: más firme, más viva.
—La tierra recuerda cosas diferentes de cada viajero —murmuró—. Tal vez así sepa unir las memorias. Dev asintió. Dejó su morral a un lado y se arrodilló también, clavando los dedos como un sembrador. Durante un momento, ninguno de los dos habló: el Jardín estaba lleno del sonido tenue de la savia y de los insectos que despertaban.
Anirak se volvió hacia un arbusto cuyas hojas tenían manchas pálidas. Lo tocó con la yema de los dedos, cerró los ojos, y respiró hondo, como si buscara el pulso de una criatura viva. Cuando habló, lo hizo sin abrir los ojos:
—Está fatigado. No es sed ni enfermedad, es… cansancio. Como si hubiese olvidado crecer.
Dev se inclinó para mirar de cerca el tallo, luego la tierra.
—En Varunesh —dijo despacio— las plantas del desierto duermen mucho tiempo, esperando una lluvia que quizá no llega. Para despertarlas, quemamos ciertas semillas cerca de ellas. El humo las engaña: les hace creer que hay fuego y que deben alzarse antes de que la arena las cubra.
Anirak lo miró sorprendida.
—¿Engañarlas? Y luego sonrió.
—A veces también yo canto canciones antiguas a las raíces para que no se sientan solas. Tal vez todo Jardín necesita alguna ilusión.
Él buscó entre sus cosas una pequeña bolsita de fibras secas y la abrió delante de ella. Un aroma agrio, dulce y a tierra, se derramó en el aire. Sacó apenas unos hilos y las puso sobre una piedra plana; con una piedra encendió una chispa. El humo subió lento, sinuoso, como una mano que se alzaba para saludar a las hojas.
Anirak inclinó el rostro hacia el humo y cerró los ojos un momento. No era el olor de sus bosques, pero no le resultaba extraño. Abrió los ojos de nuevo, y encontró los de Dev observándola, atentos, sin dureza.
—Es un despertar suave —dijo ella—. El Jardín lo va a aceptar.
Por primera vez ese día, Dev rió muy bajito.
—Los desiertos no conocen de suavidad. Pero los brotes… siempre lo agradecen.
Pasaron una parte de la mañana de esa manera: arrodillados juntos, probando aquí y allá el humo y la sal, combinando el agua de luna con la arcilla seca. Los insectos zumbaban, el sol subía despacio, y parecía que el Jardín escuchaba, aguantando la respiración.
Cuando se levantaron para estirar la espalda, Dev señaló una calzada donde crecían unas flores de tallo azul.
—¿Puedo preguntar qué son?
—Hijos del viento —respondió Anirak—. Son muy frágiles si no se los guía al principio. Pero cuando florecen, se abrazan a la brisa y viajan muy lejos.
Dev se agachó para tocar el suelo alrededor de ellas.
—Sufren la humedad —dijo—. Podríamos ponerle alrededor unas piedras planas, así el agua se aparta y el tallo no se pudre.
—Hazlo —respondió ella—. Yo cantaré para que no teman el cambio.
Y así, por primera vez, trabajaron juntos sobre una misma planta: él acomodando la tierra y las piedras con manos firmes, ella murmurando un canto antiguo que parecía hacer bailar los tallos. El sol ya estaba arriba cuando ambos se sentaron un instante, a la sombra de un laurel, sin hablar. El silencio no pesaba. Era un silencio que olía a tierra y a hojas, y que traía el rumor de un nuevo entendimiento.
El humo de las hierbas se deshizo con la brisa.
Un rayo de luz se filtró entre las copas y cayó sobre la raíz de un ciprés antiguo, dorándola como una línea de cobre. Dev miró el árbol con el leve gesto de quien saluda a un viejo maestro; Anirak percibió ese respeto y sintió que el Jardín también lo reconocía.