La luz comenzó a cambiar. El mediodía ardiente se fue dorando, más blando, como si el sol hubiera inclinado la cabeza para mirar el Jardín de ladito. Una brisa fina trajo el aroma de las flores que duermen hasta que el calor cede. Los insectos se calmaron. El Jardín parecía susurrar. Dev se levantó primero. Sacudió de sus manos un poco de polvo y estiró los brazos hacia el cielo, como para abrir el pecho a la luz.
—La tarde es la mejor hora para las raíces profundas —comentó—. Beben más cuando el sol se vuelve suave.
Anirak asintió y recogió una canasta de hojas trenzadas donde guardaba los utensilios pequeños. Cruzaron un sendero cubierto de hojas secas que crujían bajo sus pasos. A medida que avanzaban, el Jardín se transformaba: de los claros luminosos a los rincones sombríos donde la humedad colgaba como un velo. Allí el aire olía a tierra recién mojada, aunque no hubiera llovido. Llegaron hasta un viejo sauce cuyas ramas tocaban casi la tierra.
Anirak tocó el tronco con la palma abierta, sintiendo la savia que corría por dentro.
—Este es el guardián de los susurros —dijo en voz baja—. Guarda la memoria de los que han llorado aquí.
Dev inclinó la cabeza, respetuoso.
—En mi tierra las lágrimas de los sauces se usan para calmar el fuego del enojo. Tal vez no sea casualidad.
Se arrodillaron juntos. Anirak le mostró las marcas en la corteza, cicatrices de inviernos antiguos. Dev sacó un cuchillo de hoja curva, tan gastado que parecía más hueso que metal, y lo usó para apartar con cuidado un poco de musgo seco. Juntos buscaron las raíces más expuestas, las cubrieron con tierra blanda, y al final Dev vertió unas gotas de su agua del desierto en el hueco que formaban las raíces. La tierra la absorbió con un sonido leve, como un sorbo agradecido.
Más tarde caminaron hacia el extremo más joven del Jardín, donde los brotes tiernos asomaban entre piedras. El sol ya no caía de lleno, se filtraba entre ramas, dibujando luces de cobre sobre las hojas. Aquí era donde Anirak solía sembrar nuevas especies que traía de sus viajes, y también donde se había secado más terreno durante los últimos años. Dev se detuvo a observar el suelo agrietado.
—Aquí la tierra no retiene el aliento —dijo—. Se le escapa demasiado pronto.
Anirak señaló una fila de arbustos pequeños.
—He intentado regarlos con agua lunar, pero solo viven unos pocos meses.
—El agua lunar es ligera —explicó él—. Es como un sueño: despierta, pero no sostiene. Necesitan algo que las mantenga despiertas incluso cuando duermen.
Sacó de su bolso un puñado de granos oscuros, como pequeñas semillas endurecidas. Los dejó caer en su propia mano para mostrárselos.
—Esto es polvo de piedra volcánica, traída de los bordes de mi tierra. La roca caliente guarda la humedad.
—¿Quieres enterrarla aquí?
—Solo un poco, mezclada con tu agua lunar. La roca las recordará cuando la noche sea fría.
Trabajaron hombro con hombro. Anirak vertía el agua luminosa mientras Dev hundía los granos de roca alrededor de los tallos. Las hojas parecían estremecerse bajo la nueva mezcla. Un par de brotes se inclinaron hacia ellos como si escucharan. El sol descendía lentamente, tiñendo de oro los bordes de las nubes. El viento traía el olor dulce de las flores rojas del centro del Jardín. Se detuvieron un momento para beber un poco de hidromiel que Anirak había traído en un frasco. El sabor era fresco y perfumado, con un dejo de madera.
Mientras bebían sentados en una raíz caída, Dev señaló el horizonte.
—¿Sabes qué es lo que más extraño de Nahiluna cuando regreso a mi mundo?
Anirak negó con la cabeza.
—La manera en que el cielo aquí parece escuchar. En Varunesh el cielo es vasto pero lejano, como un padre que vigila desde muy arriba. Aquí… aquí parece un hermano que se inclina a oírte.
Anirak sonrió suavemente.
—Quizá sea el mismo cielo. Solo que cambia el modo de escucharnos.
Guardaron silencio un momento, escuchando el crepitar de las ramas movidas por el viento.
No había prisa; ni el Jardín ni ellos parecían necesitarla. Al caer la primera sombra larga de la tarde, fueron a revisar un pequeño estanque al pie de una roca. El agua estaba cubierta de una capa fina de algas que brillaban como polvo de plata. Anirak explicó que las algas guardaban historias de cada estación, y que si se las observaba con atención podían mostrar cuándo una planta enfermaría antes de que los síntomas aparecieran. Dev se inclinó para tocar el borde húmedo con los dedos, luego dibujó en la arena un signo circular.
—Así marcamos los estanques en el desierto. Para que las caravanas sepan que allí hay vida.
Ella repitió el gesto, más lento, y dejó que la arena se deshiciera entre sus dedos.
—Me gusta que lo llames vida —murmuró—. Aquí decimos que el agua es la primera voz del Jardín.
Cuando el sol tocó las copas más altas, regresaron al claro central. El aire se había llenado de ese silencio especial que llega justo antes de que canten los insectos nocturnos. Se sentaron de nuevo bajo el gran laurel, rodeados de canastos con hojas frescas, raíces húmedas, flores recién cortadas para ungüentos y semillas guardadas con cuidado. Anirak extendió la mano y tomó una de las flores nuevas que habían despertado con el humo de la mañana. La sostuvo a la luz menguante.
—Mira —dijo—. Hoy nos ha dado su primer brote.
Dev la miró también, y el gesto que cruzó su rostro no fue de triunfo ni de alegría ruidosa, sino de un agradecimiento profundo, casi devoto.
—Es un buen presagio —dijo—. Tal vez el Jardín empieza a creer en nosotros.
No se dijeron más. El ocaso fue bajando como un telón de cobre y violeta, y el Jardín, que había sido paciente testigo todo el día, exhaló un aroma nuevo, fresco, como si hubiera aceptado la alianza de ambos guardianes.
El aire seguía cargado del polen dorado de las Piricura. Cada respiración los llevaba a fragmentos del pasado compartido, pero ahora los recuerdos se volvían más cercanos, más cálidos, más íntimos.