Jardin de Almas

Capitulo 5 Equilibrio / Susurros de Polvo y Memoria

La tarde se apagó como un carbón que se cubre de ceniza, suave. El oro de la luz se volvió azul, y el azul, púrpura profundo. Sobre las copas altas del Jardín comenzó a encenderse la primera estrella, temblorosa y sola. Poco a poco otras fueron saliendo, hasta que el cielo pareció un cuenco lleno de semillas luminosas. El viento cambió de olor: dejó de oler a hojas calientes y trajo el perfume frío de las flores que sólo se abren cuando la luna sube.

Las luciérnagas comenzaron a salir de entre los juncos del estanque, al principio como chispas dispersas, luego en pequeños coros de luz que iban y venían sobre los senderos. Anirak encendió una lámpara pequeña hecha de corteza del árbol de canelita y aceite de flor de luna. La llama era mansa y blanca, sin humo. La colocó en el centro del claro donde solía hacer las ofrendas nocturnas y los festivales de luz. El fuego tenue iluminó apenas los rostros, dejando el resto en penumbra.

Dev había recogido leña seca durante la tarde y la amontonó a un costado, pero no encendió el fuego. El Jardín no necesitaba más de el; bastaba la luna llena que subia entre las ramas y dejaba caer sobre todo un resplandor plateado. Se sentaron cerca uno del otro, no por deseo sino por calor mutuo contra el rocío que comenzaba a humedecer la hierba. Entre ambos había una jarra de hidromiel y dos cuencos de obsidiana. El cansancio de la jornada les había aflojado los hombros, y durante un rato no dijeron nada. Solo bebieron sorbos cortos y miraron cómo el aire del Jardín se volvía denso, como si contuviera la respiración.

El laurel bajo el que habían trabajado todo el día parecía ahora un guardián oscuro contra el cielo. De vez en cuando una hoja se soltaba y caía girando, rozando el hombro o la cabeza de alguno. Ninguno lo veía como algo que el bosque hiciera porque si: en Nahiluna, todo gesto del Jardín se consideraba una señal, aunque fuera tan leve como el caer de una hoja. Anirak habló primero, con voz suave, casi un susurro para no perturbar el silencio.

—Siempre he sentido que la noche es el verdadero rostro de este lugar.

Dev volvió el rostro hacia ella.

Sus ojos, reflejando la luz de la luna, parecían más claros que durante el día.

—En el desierto —respondió—, la noche es el único momento en que la tierra respira. De día es todo aridez y calor.

Ella asintió despacio.

—Aquí la noche es como un manto, cubre y a la vez nutre, todo.

—Entonces el Jardín y el desierto son como dos viejos que, al final, se entienden —dijo él, con una leve sonrisa.

El comentario los hizo reír quedo, como se ríe en un lugar sagrado. El sonido fue breve, pero pareció alivianar el aire entre ellos. Se recostaron un poco contra el tronco del laurel. Anirak desenrolló una pequeña tela tejida con fibras del Jardín y lo puso sobre la hierba; ambos apoyaron las espaldas allí. El cielo se desplegaba arriba, limpio, sin nubes y la luna llena proyectaba una sombra suave de los árboles sobre el claro. Dev sacó de su bolso un pequeño instrumento, hecho de una caña hueca con cuerdas tensadas de fibra vegetal. Lo afinó con movimientos suaves y lentos y luego dejó que los dedos rozaran las cuerdas finas. El sonido fue casi un murmullo, una vibración que parecía imitar el zumbido de los insectos y el suspiro de las hojas. Anirak escuchó en silencio durante un tiempo, luego dijo:

—Mi bisabuela Maria Luisa, solía cantar en noches así. Decía que la luna escucha mejor cuando la canción es más baja que el latido del corazón.

Dev asintió.

—En mi pueblo tocamos para que el fuego se duerma, no para que se despierte. Quizá es la misma idea.

Se quedaron así un largo rato: él tocando suavemente, ella mirando el cielo, respirando al ritmo de la melodía. El Jardín parecía latir con ellos, las hojas mecían sombras sobre la hierba, el agua del estanque se agitaba apenas con el paso de alguna brisa nocturna. Cuando Dev dejó de tocar, el silencio no fue abrupto: se deslizó sobre ellos como un manto más. Anirak bebió el último sorbo de su cuenco y habló mirando la luna.

—Hoy sentí que el Jardín no solo nos observa. Siento que… nos estaba midiendo.

Dev asintió.

—A mí me pareció que también nosotros lo medíamos, sin querer. Quizá el respeto nace de ese equilibrio.

Ella lo miró entonces, un instante breve pero lleno de luz.

—Eso quiero aprender de ti: esa forma de mirar la tierra como si fuera un antiguo amigo.

—Y yo de ti —respondió él—, esa manera de oír lo que no hace ruido.

No hubo más palabras, solo silencio. El rocío se hizo más frío, pero ninguno de los dos quiso levantarse todavía. Se quedaron mirando el cielo como dos guardianes que velan sobre algo mayor que ellos.

Cuando por fin decidieron irse, Anirak apagó la lámpara de aceite con los dedos mojados en agua de luna. La llama se extinguió sin humo y el resplandor de la luna bastó para guiar sus pasos hacia el umbral de las casitas. Antes de entrar, ambos miraron una vez más el Jardín. Parecía dormido, pero en el aire flotaba la certeza de que había aceptado el pacto sellado durante el día.

Esa noche, cada uno durmió bajo un techo distinto, pero ambos llevaron al sueño el mismo rumor: el de un Jardín que, por primera vez en mucho tiempo, respiraba al ritmo de dos corazones que aprendían a escucharse.

El aire de la mañana estaba cargado de un calor suave que anticipaba el estallido del sol, un día caliente en el jardín. Dev llegó con los hombros tensos, el ceño ligeramente fruncido, algo lo perturbaba. El último mensaje de su tierra lo había alcanzado justo antes de traspasar el velo: una ola de enfermedad se había extendido. No era súbita ni explosiva, ni rápida, ni rapaz; era lenta, traicionera, una dolencia que se comía la fuerza y la alegría de quienes amaba, su familia, sus amigos, su pueblo. Sus pies descalzos se hundieron en la hierba húmeda mientras respiraba profundo: el Jardín ofrecía alivio y consejo, pero la urgencia seguía latiendo como un tambor oculto.




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