Capitulo 7 Visiones y latidos
El aire seguía lleno del polen dorado de las Piricura. Cada respiración los llevaba a pedazos del pasado compartido, pero ahora los recuerdos se volvían más cercanos, más cálidos, más íntimos. Dev inhaló profundamente y se vio a sí mismo extendiendo la mano hacia Anirak bajo un cielo de estrellas antiguas, sintiendo su calor y la suavidad de su piel contra la suya. Ella lo miraba con la intensidad de quien ha esperado siglos por ese momento, y el viento parecía contenerse, como si temiera interrumpir la perfección de ese momento. Anirak, entre las raíces y las hojas, sintió el mismo estremecimiento.
Sus manos rozaron accidentalmente las de Dev mientras recogían una raíz luminosa. El roce duró un segundo, pero en ese segundo, ambos percibieron la electricidad de sus almas reconociéndose: no era solo atracción, era la memoria de un vínculo que trascendía la vida misma. El polen los envolvía, y en cada inhalación surgían nuevas visiones: ellos bailando entre flores que nunca existieron, compartiendo risas y secretos que parecían susurrados por el Jardín, y momentos de ternura que se tornaban casi posesión: la forma en que él auantaba su rostro para mirarla mejor, la forma en que ella apoyaba la cabeza en su hombro sin miedo, como si siempre hubiera pertenecido allí.
—El Jardín… nos está mostrando todo —susurró Anirak, con un hilo de voz que temblaba entre asombro y deseo.
—Sí… todo —respondió Dev, acercándose un poco más, pero sin invadir el espacio que el respeto de la magia les exigía—. Y cada visión… es como si nos recordara lo que siempre hemos sido.
El sol comenzó a bajar, pintando el cielo de púrpura y rojo, y con la luz dorada, las hojas del Jardín parecían brillar como si estuvieran hechas de cristal líquido. Se sentaron juntos bajo un laurel, los hombros casi rozándose. La cercanía física se volvió casi palpable, un eco de lo que las visiones les mostraban: caricias que nunca se habían dado en esta vida, miradas que atravesaban la piel y tocaban la esencia, labios que se rozaban en un instante que el tiempo había olvidado.
El Jardín los envolvía, protegiéndolos de miradas externas, otorgándoles un espacio donde podían sentir la pasión sin prisa, sin necesidad de palabras, solo con la respiración compartida y la conciencia de que sus cuerpos recordaban algo que sus almas ya sabían.
Dev tomó un pequeño cuenco de agua de luna y lo colocó entre ellos, sus dedos rozando los de Anirak al pasar el cuenco.
—Compartimos todo… incluso la memoria del Jardín —dijo, y en sus ojos brillaba un fuego contenido, la promesa de un deseo que no necesitaba pronunciarse—.
Anirak le contesto con un leve asentimiento, cerrando los ojos por un instante para absorber la cercanía, el aroma de su piel mezclado con la fragancia del polen, la calidez que brotaba de sus manos al apoyarlas en la tierra, al rozar accidentalmente las raíces que recogían.
Era una danza silenciosa de miradas, susurros, y latidos sincronizados con los murmullos del Jardín. Mientras trabajaban para preparar una mezcla que pudiera aliviar la enfermedad de Varunesh, la pasión surgía como un hilo dorado entre sus dedos, entre sus palabras y gestos. Cada acción era un acto de intimidad: cuando él le enseñaba a cortar cuidadosamente la corteza de una raíz luminosa, sus manos coincidían en el gesto; cuando ella vertía polen en un mortero, él inclinaba la cabeza para observarla de cerca, aprendiendo la misma devoción y respeto que ella mostraba hacia las plantas.
Y entre susurros, entre raíces y visiones, la tarde se convirtió en un espacio sagrado donde la memoria, la magia y la pasión se encontraban: no como un choque de cuerpos, sino como una danza de almas que se recordaban, que se reconocían y que, poco a poco, se abrían a un amor que iba más allá del tiempo y del Jardín. Cuando finalmente la noche cayó, y la luz de la luna bañó el claro, Dev y Anirak se quedaron sentados, hombro con hombro, respirando el aire perfumado de Piricura.
Las visiones se suavizaron, dejando un recuerdo tibio y un deseo contenido. El Jardín exhaló un suspiro nocturno, y en ese suspiro quedó la certeza: lo que habían sentido era verdadero, y la pasión que despertaba en ellos no era solo de esta vida, sino de todas las que habían compartido.
Capítulo 8 – Semillas de Remedio
Amanecer
El día nació despacio, como si la luz temiera romper el cristal del silencio que cubría el Jardín. La niebla de la madrugada se deslizaba entre las raíces más antiguas, y cada gota de rocío en las hojas brillaba con un fulgor tenue, azulado. Dev despertó antes del canto de los pájaros; no por costumbre, sino porque los sueños que la Piricura le había mostrado seguían latiendo en su mente: imágenes de manos entrelazadas sobre un cuenco de piedra, de un fuego encendido bajo un cielo de otro tiempo, y una sensación de promesa que no pertenecía solo al pasado.
Encontró a Anirak ya de pie, en cuclillas sobre un lecho de hierbas que crecía a los pies del Árbol de la Sabiduría. La luz que nacía por el horizonte iluminaba su rostro: el cabello oscuro cayendo en ondas, los ojos cerrados en concentración, las manos extendidas sobre la tierra húmeda. Parecía escuchar el pulso de las raíces, y Dev la observó un momento antes de acercarse, consciente de que había algo profundamente sagrado en aquella quietud.
—Has despertado temprano —murmuró Dev con voz baja, para no romper el ritmo de su meditación.
Anirak abrió los ojos y lo miró con una sonrisa suave.
—El Jardín me llamó —respondió—. Las raíces susurran cuando el sol aún no ha levantado del todo la tierra. Es el mejor momento para escucharlas.
Se quedaron de pie, uno frente al otro, rodeados por la niebla que ascendía lentamente. No era un saludo de palabras, sino de energías. Los dos sabían que el día que empezaba sería arduo: había que buscar no solo alivio para la enfermedad, sino también las piezas perdidas de la memoria que el polen de Piricura les había mostrado. Caminaron hacia la zona húmeda del Jardín, donde crecían plantas medicinales cuyas hojas guardaban la humedad de los manantiales subterráneos.