El sol se ponía tras las montañas, pintando el cielo de Eldoria con tonos anaranjados y violetas. Era el crepúsculo, el momento en que las sombras se alargaban y los secretos se hacían más profundos. Adriel y Zars se encontraban, como tantas otras veces, en su rincón apartado junto al río, las voces del pueblo silenciándose a medida que la noche se cernía. Compartían una hogaza de pan y algunas frutas, pero la conversación había menguado. Un silencio diferente se había instalado entre ellos, uno cargado de una tensión inusual.
Adriel estaba leyendo un pasaje sobre la mitología de un dios de la fertilidad que bendecía los campos y el amor, un amor sin distinciones de género. Las palabras fluían de sus labios, pero su voz era más suave de lo habitual, casi un susurro. Zars lo observaba, no las palabras en el pergamino, sino el perfil de Adriel, la forma en que la luz moribunda se posaba en sus cabellos, la delicadeza de sus dedos al sostener el papiro. Una sensación extraña, cálida y desconocida, comenzó a extenderse por el pecho de Zars. Era un anhelo que iba más allá de la amistad, algo que le revolvía las entrañas y lo dejaba sin aliento.
Adriel, consciente de la intensa mirada de Zars, levantó la vista. Sus ojos se encontraron, y en ese instante, el mundo exterior desapareció. No había pueblo, ni reglas, ni el peso de las expectativas. Solo ellos dos. Adriel sintió una corriente eléctrica recorrerle la piel, un hormigueo dulce y aterrador. Comprendió, en ese momento, la verdadera naturaleza de la atracción que sentía por Zars, una fuerza irrefrenable que lo empujaba hacia él con una intensidad que lo asustaba.
El aire se hizo más denso, y el silencio, ensordecedor. Zars se inclinó un poco más, sus ojos fijos en los de Adriel, un deseo incipiente ardiendo en ellos. Adriel no se apartó. El miedo era una presencia fría y palpable, una voz interior que les gritaba el peligro, la deshonra, el castigo. En Eldoria, tales sentimientos eran una abominación, una sentencia de ostracismo o algo peor. Sabían, sin una palabra, las consecuencias.
Pero a pesar del miedo, el anhelo era más fuerte. Zars estiró una mano lentamente, con una vacilación que Adriel nunca le había visto. Sus dedos rozaron la mejilla de Adriel, una caricia leve, casi imperceptible, pero que prendió una chispa innegable. Adriel cerró los ojos por un instante, sintiendo el calor de su toque, el temblor que lo recorría. Era un juramento tácito, una confesión silenciosa de lo que ambos sentían.
Cuando Adriel abrió los ojos de nuevo, Zars retiró la mano, la expresión en su rostro era una mezcla de deseo y pánico. Ambos sabían que habían cruzado un umbral, que su amistad había mutado en algo más profundo y, peligrosamente, prohibido. La oscuridad de la noche los envolvió, y con ella, la carga de un secreto que ninguno de los dos se atrevía a nombrar, por miedo a las consecuencias que la luz del día traería consigo. Las palabras se quedaron atrapadas en sus gargantas, no por falta de ganas, sino por el terror a lo que su verdad podría significar. El silencio era su única protección, y el miedo, su constante compañero.
Entre el Anhelo y el AbismoEl roce de los dedos junto al río había encendido una llama, un fuego peligroso que ahora ardía bajo la superficie de su amistad. Adriel y Zars se encontraron navegando en un mar de sentimientos encontrados: la profunda atracción que los unía y el pavor paralizante a ser descubiertos. Cada día era un delicado equilibrio entre el deseo de acercarse y la imperiosa necesidad de mantener la distancia.
Encuentros Furtivos y Miradas RobadasSus encuentros en la orilla del río se volvieron más frecuentes, pero también más tensos. Las palabras que una vez fluyeron libremente ahora se veían interrumpidas por pausas cargadas de significado. Una tarde, mientras Adriel le explicaba una nueva constelación, Zars se inclinó un poco más de lo necesario, su aliento cálido rozando la oreja de Adriel. Adriel sintió un escalofrío que no era de frío, y por un instante, ambos se quedaron inmóviles, el corazón latiéndoles con fuerza. Zars, al darse cuenta de lo cerca que estaban, se enderezó abruptamente, una expresión de pánico cruzando su rostro. Adriel, sintiendo la misma punzada de miedo, bajó la vista, fingiendo concentrarse en el pergamino, pero sus manos temblaban ligeramente. El deseo era palpable, pero el riesgo de ser vistos, incluso en ese lugar apartado, los obligaba a un retroceso doloroso.
Otro día, mientras ayudaban a los aldeanos a reparar una parte del muro del pueblo, una pila de rocas se desmoronó inesperadamente, atrapando la pierna de Adriel. Antes de que pudiera gritar, Zars reaccionó con la velocidad del rayo, empujando la última roca de gran tamaño con una fuerza sorprendente. Sus cuerpos quedaron peligrosamente cerca, Zars medio encima de Adriel, sus rostros a centímetros. En ese momento de alivio y adrenalina, sus ojos se encontraron de nuevo, y por un breve instante, la vulnerabilidad y el anhelo mutuo fueron innegables. Zars le tendió la mano para ayudarlo a levantarse, su toque se demoró un poco más de lo necesario. Al ver que se acercaba un aldeano, Zars retiró la mano rápidamente, su rostro se volvió estoico. Adriel captó la señal, y ambos continuaron con la tarea, el latido de sus corazones aún acelerado, no solo por el susto, sino por la cercanía que habían compartido y la abrupta distancia que debían mantener.
El Silencio elocuenteLa manifestación más clara de su miedo era el silencio. Habían dejado de hablar de las historias de amor prohibido que Adriel a veces leía. Los chistes y las risas espontáneas se intercalaban con momentos de mutismo incómodo. Cuando el abuelo de Adriel, con su sabiduría ancestral, comentó una vez que —los deseos del corazón deben ser puros y conformes a la ley divina para evitar la desdicha— , Zars se puso pálido y Adriel sintió un nudo en el estómago. Sabían que cada susurro, cada mirada que se prolongaba, los acercaba al precipicio.