Jardín de Cenizas y Anhelos

Capitulo 3 - El Arte del Disimulo

El anhelo era una marea constante, subiendo y bajando con cada amanecer y cada atardecer. Adriel y Zars seguían encontrándose, la costumbre convertida en una necesidad vital, pero la dulzura de sus interacciones ahora venía mezclada con una amargura silenciosa. El "sufrimiento" de su amor no consumado se manifestaba en pequeños gestos, en las palabras que se callaban, y en el miedo que los seguía como una sombra.

Cada mirada prolongada, cada roce de manos, se había convertido en un arte sutil de disimulo. Si Zars se acercaba demasiado a Adriel mientras compartían un pergamino, una tos oportuna o un comentario banal sobre el clima rompía la tensión. Adriel, al sentir la mano de Zars rozar la suya mientras le pasaba una vasija de agua, retiraba la suya con una rapidez apenas perceptible, una punzada de frustración y anhelo atravesándolo. Era como si estuvieran bailando en el filo de una navaja, moviéndose al compás de un deseo que no podían expresar, y el miedo a caer era constante.

Una tarde, mientras observaban las estrellas, Zars señaló una constelación. -Dicen que representa a dos amantes que fueron separados por los dioses-, murmuró, su voz apenas audible. Adriel sintió un escalofrío. La leyenda era conocida, y la ironía le oprimía el pecho. Él sabía que el verdadero motivo de su separación no sería la furia divina, sino la intolerancia de su propio pueblo. La atmósfera se cargó de una tristeza compartida, un reconocimiento tácito de su propia condena. No hicieron ningún comentario, pero la mirada que compartieron lo decía todo: una profunda comprensión de su destino incierto.

Soledad en la Multitud

El dolor de su amor prohibido se sentía más agudo cuando estaban rodeados de otros. En las festividades del pueblo, Zars, como hijo del jefe, estaba siempre en el centro de la atención, rodeado de muchachas que lo miraban con admiración y madres que soñaban con emparentar con su familia. Adriel, desde la periferia, observaba la facilidad con la que Zars se desenvolvía, el brillo en sus ojos cuando reía con otros. Sentía una punzada de celos, sí, pero sobre todo, una profunda tristeza. Sabía que ese era el mundo al que Zars pertenecía, un mundo donde Adriel no tenía lugar a su lado.

Por su parte, Zars, aunque cumplía con su papel y sonreía a las muchachas, se sentía hueco. Su mente, a menudo, divagaba hacia la figura más discreta de Adriel, que se mantenía a distancia. Las risas de los demás le parecían vacías, y las conversaciones, superficiales. Lo único que deseaba era la quietud de la orilla del río, las palabras susurradas de Adriel, la profundidad que solo encontraba en él. La obligación de sonreír, de actuar como se esperaba de él, era una carga pesada que lo aislaba, incluso en medio de la multitud.

Cada encuentro, cada momento de cercanía, se convertía en una despedida anticipada, un recordatorio doloroso de lo que no podían tener. El amor crecía en secreto, alimentándose de la necesidad de estar cerca, pero marchitándose bajo el sol implacable del miedo y la censura de su sociedad.

Fue en una de esas festividades, con la música de flautas y tambores llenando el aire, cuando la tensión alcanzó un nuevo nivel. Una joven, de cabellos oscuros y ojos vivaces, se acercó a Zars con una sonrisa descarada. Era Elara, conocida por su belleza y su determinación. Puso una mano en el brazo de Zars y comenzó a hablarle con una cercanía que a Adriel le pareció excesiva. Él, oculto entre la multitud, vio cómo Zars sonreía educadamente, pero la mano de Elara permanecía en su brazo, y sus risas se mezclaban con las de ella.

Una punzada fría y aguda atravesó a Adriel. No eran solo celos, era el dolor de ver su propio anhelo expuesto a la indiferencia de un mundo que validaba esa interacción. Su garganta se cerró, y sintió un ardor en los ojos. Se giró, buscando escapar del torbellino de emociones que lo asaltaban, tropezando con alguien en su prisa.

Zars, por su parte, notó la ausencia abrupta de Adriel. Su conversación con Elara se volvió insípida. Sus ojos lo buscaron instintivamente entre la gente, encontrando solo el espacio vacío donde Adriel había estado. Una desazón lo invadió, una mezcla de frustración y un miedo punzante. ¿Había visto Adriel la escena? ¿Se había sentido herido? La culpa lo carcomió. Elara seguía hablando, pero Zars apenas la escuchaba. Su mente estaba ya en el río, esperando encontrar a Adriel allí, deseando deshacer el momento.

Cada encuentro, cada momento de cercanía, se convertía en una despedida anticipada, un recordatorio doloroso de lo que no podían tener. El amor crecía en secreto, alimentándose de la necesidad de estar cerca, pero marchitándose bajo el sol implacable del miedo y la censura de su sociedad. Estaban atrapados en una paradoja, dos almas gemelas condenadas a vivir en una eterna distancia, con la amenaza constante de que su anhelo se convirtiera en su perdición.




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