Jardín de Cenizas y Anhelos

Capitulo 4: El Beso Robado: La Calma en la Tormenta

La luna se alzaba, llena y plateada, derramando su luz sobre las ruinas olvidadas de un antiguo santuario, a las afueras de Eldoria. Era un lugar que Adriel había descubierto en sus exploraciones y que había compartido solo con Zars. Las viejas piedras, carcomidas por el tiempo, ofrecían un refugio del mundo, un breve santuario donde las reglas del pueblo parecían desvanecerse.

Esa noche, la tensión entre ellos era casi insoportable. Habían pasado horas en silencio, los murmullos del viento y el ulular de un búho lejano eran los únicos sonidos que rompían la quietud. La lectura de Adriel se había detenido. Zars, inquieto, se levantó y caminó unos pasos, luego se detuvo, dándole la espalda a Adriel, con los hombros tensos. Adriel lo observaba, el corazón latiéndole con una fuerza dolorosa.

-Zars...-, murmuró Adriel, su voz apenas un susurro en la inmensidad de la noche.

Zars se giró lentamente, sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de desesperación y un deseo innegable bajo la luz de la luna. -Adriel...-, respondió, su voz ronca. El aire vibraba con la electricidad de sus emociones.

El miedo, esa sombra constante que los había perseguido, de repente pareció retroceder, eclipsado por la abrumadora necesidad de estar cerca. Era como si el tiempo se hubiera detenido, y las advertencias del mundo exterior se hubieran silenciado. Lo único que importaba era la conexión que los había unido desde el primer día, esa fuerza invisible que había crecido y madurado en secreto.

Zars dio un paso, luego otro, acortando la distancia entre ellos. Adriel no se movió, sus ojos fijos en los de Zars, una aceptación silenciosa de lo que estaba a punto de suceder. Cuando Zars estuvo frente a él, la luna iluminando sus rostros, sus manos se alzaron lentamente, como si actuaran por voluntad propia, y se posaron en las mejillas de Adriel. El contacto fue suave, pero cargado de toda la emoción contenida de los últimos meses.

Adriel cerró los ojos por un instante, sintiendo la calidez de las manos de Zars, la promesa de consuelo y pertenencia. Cuando los abrió de nuevo, Zars se inclinó. Sus labios se encontraron en un beso tierno, vacilante al principio, luego más profundo, más urgente. Era un beso robado, un acto de desafío contra un mundo que no los aceptaría, un momento de pura entrega donde el miedo se disolvió en la dulce afirmación de su amor. El sabor de la luna y la hierba, la textura suave de sus labios, la sensación de sus cuerpos tan cerca; todo se grabó en la memoria de Adriel con una intensidad abrumadora.

Por un breve instante, fueron solo dos almas en el universo, liberadas de las cadenas del juicio y la tradición. El mundo exterior dejó de existir. Pero el segundo no duró. Un crujido de hojas cercano, el aleteo de un pájaro nocturno, rompió el hechizo. El miedo regresó, frío y penetrante, recordándoles la fragilidad de su momento. Se separaron abruptamente, sus pechos subiendo y bajando, los ojos muy abiertos por la revelación y el terror. Habían cruzado una línea, una que no podían deshacer, y la verdad de su amor, ahora confirmada por ese beso prohibido, los dejaba más vulnerables que nunca. El silencio regresó, pero esta vez, estaba cargado de una nueva y peligrosa conciencia.

La Búsqueda Inesperada y la Solución Silenciosa

El crujido de las hojas bajo sus sandalias fue la única compañía de Adriel mientras se alejaba del santuario. El corazón le latía con furia contra las costillas, una mezcla embriagadora de euforia y terror. El beso, ese instante de dulce locura, había alterado para siempre el delicado equilibrio de su existencia. Ahora, ¿qué? La pregunta resonaba en su mente, mientras las sombras de los árboles le parecían más amenazantes que nunca.

No había caminado mucho cuando escuchó pasos apresurados detrás de él. Se detuvo en seco, el pánico inicial reemplazado por una punzada de esperanza. Era Zars. Su figura se recortaba contra la luz de la luna, con los cabellos revueltos y una expresión de angustia en el rostro.

-Adriel, espera -jadeó Zars, alcanzándolo y aferrándose a su brazo con fuerza. Su aliento estaba agitado, y sus ojos buscaban los de Adriel con una intensidad desesperada-. No puedo... no podemos dejar esto así.

Adriel sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío de la noche. Se libró suavemente del agarre de Zars. -¿Dejar qué, Zars? ¿Dejar lo que no puede ser? Sabes tan bien como yo lo que esto significa. Es peligroso. Es imposible.

Zars negó con la cabeza, su mandíbula tensa. -No digas eso. No después de... después de lo que pasó. Sentiste lo mismo que yo, Adriel. Lo sé.

El corazón de Adriel se encogió. La verdad en las palabras de Zars era innegable. Pero la realidad de Eldoria era un muro infranqueable. -Pero ¿qué haremos? ¿Cómo? Nos miran. Nos juzgan. Sabes cómo son en el pueblo. Tu padre... la gente...

Zars se acercó de nuevo, esta vez con una determinación renovada en sus ojos. -No podemos escondernos para siempre. No podemos negar esto. No quiero negarlo.

La voz de Zars era un ruego, y Adriel pudo ver el conflicto en sus ojos: el deber y la tradición contra el arrollador torrente de su propio corazón. El silencio volvió a caer entre ellos, pero esta vez, no era el silencio del miedo, sino el de la profunda contemplación.

De repente, Zars dio un paso atrás, observando las ruinas que habían abandonado. Sus ojos se detuvieron en una grieta en uno de los muros antiguos, apenas visible bajo la luz de la luna. Una idea, audaz y arriesgada, comenzaba a formarse en su mente.

-Un lugar -dijo Zars, su voz más baja, casi un susurro, pero cargada de una nueva convicción-. Un lugar donde podamos ser nosotros. No el santuario, es demasiado abierto. Algo más escondido. Algo nuestro.

Adriel lo miró, perplejo, pero la punzada de esperanza que había sentido al principio comenzó a extenderse. -¿Un lugar? ¿Qué tipo de lugar?




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