Jaula De Cristal

Prólogo

La Sombra del Castillo

En el vasto y olvidado horizonte, donde las sombras se extienden como un manto pesado y las nieblas nunca cesan de cubrir la tierra, se alza el castillo de Lysia. Su presencia, imponente y espectral, parece desafiar el paso del tiempo, como si el propio aire temiera rozarlo. Los viejos muros de piedra, desgastados por siglos de tormentas y abandono, retumban con ecos de voces perdidas, atrapadas en su interior, condenadas a vagar por la eternidad.

En este lugar olvidado por el mundo, donde las estaciones se confunden y el sol nunca brilla con fuerza, viven las gemelas Lyra y Selene. Nacidas en las entrañas de este castillo maldito, su existencia siempre ha estado marcada por una singularidad aterradora. Desde el día en que nacieron, la oscuridad pareció aferrarse a ellas, abrazándolas en un lazo irrompible, una unión que iría mucho más allá de la sangre. En su alma compartida residía una pasión, una fascinación mutua que cruzaba los límites de lo saludable y lo perverso.

Lyra, la mayor de las gemelas, siempre había sentido un amor desbordante por su hermana. Pero no era un amor común; no era el amor fraternal que se esperaría de dos hermanas que crecieron juntas en un entorno tan sombrío. No. El amor de Lyra por Selene era algo mucho más oscuro. En su corazón, Selene era su única razón de ser, la luz que la mantenía en este mundo gris, la única que le daba propósito. Sin Selene, Lyra sentía que se disolvía en la neblina eterna del castillo.

Esta obsesión, esta devoción absoluta, empezó a convertirse en algo más. Fue un amor que no podía ser compartido, un amor que no podía ser contestado. Y en ese vacío creciente, Lyra empezó a temer. Temió perder a su hermana, temió que el amor que sentía por ella fuera en vano, temió que la única persona que le daba sentido al mundo pudiera alguna vez despojarse de ella, abandonar el castillo, o peor aún, enamorarse de otro. Esa idea la devastaba.

Selene, por su parte, siempre fue la más tranquila, la más introspectiva. Su carácter suave y su mente curiosa le habían permitido encontrar consuelo en las pequeñas cosas que aún quedaban en el mundo sombrío del castillo. A pesar de vivir en la oscuridad, Selene encontraba belleza en el murmullo de las hojas secas bajo el viento, en las sombras que danzaban en las paredes de los pasillos vacíos.

Pero también sabía que, a pesar de todo esto, su vida no era la normalidad. Sabía que su relación con Lyra no era sana. La adoración que su gemela sentía por ella no era algo común, sino una dependencia insostenible, como una planta que necesita nutrirse de su propia raíz para sobrevivir. Y Selene lo veía, lo sentía, pero nunca se atrevió a enfrentar el monstruo de la obsesión que su hermana había creado. Era más fácil no ver, más fácil no enfrentar el dolor de una verdad que las separaría para siempre.

Ambas hermanas vivían atrapadas en el mismo ciclo. Durante el día, las largas horas de la luz difusa apenas tocaban las paredes del castillo, que parecían absorber cualquier rastro de vida que pudiera haber existido alguna vez. Los corredores desiertos y las salas frías se sentían como espacios de un mundo que había dejado de existir hace mucho.

Cada habitación estaba cubierta por una capa de polvo, como si el castillo mismo se hubiera olvidado de su propio pasado. El aire estaba impregnado con un olor a humedad, a moho, a algo que se pudría lentamente. Los fantasmas del pasado parecían morar en cada rincón, y las almas de aquellos que alguna vez habitaron allí se mantenían atrapadas entre los muros, condenadas a vagar en silencio.

Lyra y Selene pasaban sus días en el ala este del castillo, donde los tapices de colores desvaídos colgaban de las paredes, ya casi irreconocibles por el paso de los siglos. La torre principal, que se alzaba sobre todo el edificio como un guardián oscuro, era la habitación de las gemelas. Allí, en la penumbra, las hermanas compartían su mundo.

Sin embargo, para Lyra, la presencia de su gemela era más que una simple compañía. Era la esencia de su existencia, la razón por la que respiraba, y la razón por la que su corazón latía. Todo lo que Lyra quería era tener a Selene solo para ella, sin interferencias, sin otras personas que pudieran separarlas, sin el riesgo de que algo o alguien pudiera arrebatarle a su hermana.

Era en los oscuros pasillos del castillo donde Lyra comenzó a dar forma a una idea aún más perturbadora: el control absoluto. La idea de que, si lograba dominar a Selene, su amor no solo sería eterno, sino también inquebrantable. En su mente enferma, Lyra trazó planes, pensamientos oscuros que no podía evitar. Fue en una de esas noches, cuando la luna llena iluminaba la torre con su luz fría y distante, cuando Lyra encontró lo que había estado buscando: un artefacto antiguo, escondido en los rincones más olvidados del castillo, un cinturón mágico.

El cinturón, cuya historia había sido olvidada por generaciones, tenía un poder formidable: podía someter a la voluntad de quien lo usara, transformando a su portador en una marioneta de los deseos más oscuros. Lyra lo encontró en el antiguo estudio de su madre, un lugar que ella nunca había visitado, porque allí descansaban los secretos que su familia había ocultado durante años. Cuando sus dedos tocaron el cinturón, una ráfaga de energía recorrió su cuerpo, y supo que había encontrado lo que tanto deseaba. Con este artefacto, Selene sería suya, completamente suya. Lyra estaba dispuesta a hacer lo que fuera necesario para sellar ese destino.

Una noche, mientras Selene dormía profundamente, Lyra se acercó a ella, con el cinturón en sus manos. La luna, como un testigo mudo, observaba desde lo alto mientras las sombras se alargaban en el suelo de la torre. Con un susurro casi imperceptible, Lyra colocó el cinturón alrededor de la cintura de su gemela. En ese momento, la magia oscura comenzó a tomar forma. Selene, inconsciente de lo que sucedía, se retorció brevemente, pero la magia la envolvió rápidamente, dejándola sin defensa, sin voluntad propia. Cuando la magia alcanzó su plenitud, Selene quedó dormida, pero algo dentro de ella había cambiado.




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