El castillo de Lysia se alzaba como un espectro bajo el manto de la niebla, su silueta retorcida y cruel, reflejada en los ojos de Lyra. Su belleza era como un eco de lo prohibido: una niña de trece años, cabello largo como hilos de plata, ojos de un gris tan claro que casi parecían vacíos, como si ya estuviera acostumbrada a mirar más allá del mundo, al abismo mismo.
La luz de la luna, filtrada a través de las torcidas ventanas del castillo, se posaba sobre su rostro, acentuando sus rasgos perfectos, angelicales, casi etéreos. Pero aquellos ojos, esos ojos grises que brillaban con una luz helada, eran el reflejo de un alma oscura, una alma perdida en las profundidades de sus propios deseos oscuros.
Lyra era un ángel de caramelo, dulce y mortífera a la vez. Sus labios, rojos como el vino, se curvaban en una sonrisa malévola, como si se deleitara en su propia oscuridad. Había algo profundamente inquietante en su perfección, una perfección que no podía ser más que una máscara que ocultaba la monstruosidad que la habitaba. La pureza de su apariencia era una burla cruel a lo que realmente era, un veneno envuelto en seda.
— Si, hermana.— La voz de Selene resonó suavemente en la sala vacía, como una súplica inaudible, pero al mismo tiempo inquebrantable.
Selene estaba frente a ella, de pie, rígida, como una marioneta cuyo cuerpo obedecía sin cuestionar, pero cuyo corazón gritaba por rebelarse. El cinturón de magia aún apretaba su cintura con intensidad, un lazo invisible pero fuerte que controlaba su cuerpo con una fuerza que no podía desafiar. No era libre, no era dueña de su alma, ni de su mente. Estaba atrapada.
Lyra se acercó lentamente, su risa resonó en las paredes como el canto de un ser demoníaco. La forma en que su cuerpo se movía era cautivadora, como si fuera una sombra que danzaba entre las sombras. Tomó la mano de Selene con delicadeza, como si estuviera manejando una porcelana rota, y la obligó a seguirla hacia el jardín oscuro que se extendía más allá de las paredes del castillo. Las flores marchitas y los árboles secos crujían bajo el peso de la luna, como si el propio paisaje estuviera sometido a la misma tristeza que habitaba en su alma.
— Camina conmigo, hermana — ordenó Lyra, su voz suave y cálida, pero cargada con una tensión palpable.
Selene intentó resistir, aunque su cuerpo temblaba. Sabía lo que vendría. Sabía que todo lo que Lyra deseaba le haría daño, que cada orden sería un clavo más en su ataúd de sufrimiento, pero aún así, su cuerpo cedió. Sin poder detenerse, sus pasos la llevaron detrás de su gemela, como si fuera una sombra, una sombra que ya no podía escapar de la luz de su hermana.
Al llegar al jardín, Lyra la detuvo. El aire nocturno olía a tierra mojada y a hojas podridas, una fragancia macabra que parecía burlarse de la vida misma. Allí, entre los árboles y las flores muertas, Lyra tomó la pierna de Selene y la levantó en el aire, exponiéndola sin pudor, una acción fría y calculada.
— Quítate los zapatos, hermana, — ordenó. Las palabras flotaron en el aire como un eco, inquebrantables y firmes.
Selene no pudo hacer más que obedecer, sus manos temblorosas deshaciéndose de las zapatillas, el sonido del cuero rasgándose en el silencio de la noche.
— No hables, — Lyra dijo sin mirar a Selene, como si ya no importara la reacción de su hermana.
La orden fue simple y clara. La sonrisa de Lyra se amplió, disfrutando del control, del poder absoluto que tenía sobre ella. Lyra quería que Selene estuviera en silencio, porque solo así podía saborear la supremacía de su victoria. Y así, el cuerpo de Selene, como una muñeca rota, se quedó callado, inmóvil, bajo la fría mirada de Lyra.
— Baila para mí, hermana.— Lyra dijo mientras sus ojos brillaban con una luz ansiosa, una luz que no podía ocultar la satisfacción enferma de tener a su hermana completamente sumisa — Hazlo para mí, solo para mí. Baila como siempre he querido verte.
Selene cerró los ojos por un momento, deseando que su cuerpo dejara de moverse. Pero algo dentro de ella la obligó a comenzar, a girar lentamente, a mover sus caderas, a seguir el ritmo de una música que solo Lyra podía oír. Los pasos de Selene eran torpes, vacíos, porque su alma ya no estaba con ella. Pero el control de Lyra era absoluto, y su cuerpo obedecía, como un reflejo cruel que nunca podría escapar de la voluntad de su hermana.
Cada giro, cada movimiento, era una tortura silenciosa. Selene podía sentir la incomodidad recorriendo su cuerpo, el peso de la vergüenza sobre su piel. Pero no podía detenerse. Lyra estaba allí, observándola con una expresión que solo reflejaba satisfacción.
— Así es como quiero verte, hermana. — Las palabras de Lyra flotaban en el aire como un veneno dulce, y Selene sentía cómo el veneno le recorría las venas, llenándola de desesperación.
Lyra, con una sonrisa cruel, se acercó más. Su cuerpo parecía moverse sin esfuerzo, como una serpiente deslizándose por las sombras. Se paró frente a Selene, observando la belleza rota de su gemela. Su rostro era una máscara perfecta de satisfacción, sus ojos brillaban con la luz de la conquista. Era una felicidad enferma, una felicidad que solo se alimentaba del dolor de Selene.
— No hables, no respires, no hagas nada que no te diga. — Lyra ordenó.
Cada palabra que salía de su boca era un látigo invisible que cortaba el alma de Selene, y mientras su hermana la miraba con ojos vacíos, Lyra sentía la satisfacción de su control. Por fin, todo estaba bajo su voluntad. Finalmente, Selene era solo una extensión de su deseo, una marioneta que bailaba al ritmo de su propio amor enfermo.
— Dime, hermana, ¿te gustó lo que hiciste?— Lyra susurró en el oído de Selene, su voz teñida de una alegría oscura. — Cada vez que me obedeces, me haces más feliz.
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Editado: 26.03.2025