El castillo de Lysia ya no era un simple refugio de sombras, sino un lugar donde la oscuridad había encontrado su forma definitiva, su reinado absoluto. Cada rincón del lugar, cada grieta y cada ladrillo, parecía respirar al unísono con la voluntad de Lyra, su soberana.
Las paredes susurraban a su paso, los ecos de los muertos atrapados en su hechizo resonaban como un murmullo lejano, y las sombras, como si respondieran a su llamada, se arrastraban tras ella, arropándola en su dominio. El aire, espeso y frío, se cargaba de un silencio abrumador, como si el tiempo mismo hubiera dejado de existir bajo el control de Lyra.
Selene, la gemela que alguna vez había sido su igual, ahora era un reflejo roto de lo que había sido. Ya no tenía conciencia de su propia identidad; su cuerpo era solo una extensión de la voluntad de Lyra, un objeto más en el reino de su hermana.
Cada día, cada minuto que pasaba, la lucha que había mantenido en su interior se desmoronaba, desvaneciéndose como una niebla bajo el sol. Su alma, atrapada en la magia del cinturón, ya no era suya. Era una marioneta viviente, atada por hilos invisibles a los deseos de su gemela.
El cinturón que una vez fue su cadena de control ahora era una parte esencial de su ser, fusionado con su alma y su cuerpo, como una capa de hierro que no podía removerse. Cada vez que su mente intentaba rebelarse, el cinturón se apretaba, y un dolor indescriptible la atravesaba, ahogando cualquier intento de resistencia.
Era un sufrimiento continuo, como si el mismo aire estuviera impregnado con la desesperación que le arrancaba los pensamientos. No podía pensar, no podía soñar. Solo podía existir para Lyra, y eso era todo. Lyra, al verla sumisa y quebrada, sonrió, satisfecha.
- Eres mía, Selene. Lo has sido siempre, solo que ahora lo sabes.
La voz de Lyra, dulce y venenosa al mismo tiempo, llenó el aire, y con cada palabra, Selene sentía cómo su humanidad se desmoronaba más y más.
A lo lejos, en la penumbra del castillo, la figura espectral de la mujer que había creado el cinturón observaba, como una sombra arcaica que se arrastraba entre los rincones olvidados del castillo. Su rostro, un reflejo de sufrimiento y amor malsano, flotaba como una neblina etérea.
Esta mujer, la primera en ser consumida por la obsesión, ahora era solo una presencia, un espectro atrapado entre los muros que ella misma había creado. La maldición que había sembrado en su familia había dado frutos oscuros, y ahora ella misma era parte de esa oscuridad.
Pero Lyra no la temía. En su lugar, veía en ella un espejo de su propio futuro. Si no destruía al espectro, si no tomaba control total, se convertiría en lo que su madre había sido: un alma rota, atrapada en la misma obsesión que la condenó.
Así que, un día, con un gesto decisivo, Lyra caminó hacia la figura espectral. La mujer, que había sido la creadora del cinturón, la miró fijamente, como si aún guardara algún vestigio de su humanidad. Pero Lyra no vaciló.
- Vete.
La orden salió de sus labios como una sentencia de muerte, pero fue más que eso. Era el fin de la influencia de esa mujer, el final de la cadena que había mantenido a toda su familia atrapada en este ciclo de amor posesivo.
El espectro, sin poder resistir, comenzó a desvanecerse lentamente, como si el peso de las palabras de Lyra fuera una condena inquebrantable. Las sombras que la rodeaban se desintegraron, y su forma se disolvió en la nada, como la niebla que se disipa con la luz del amanecer.
La mujer, finalmente, dejó este mundo, cruzando al otro, hacia el olvido eterno. Lyra observó su desaparición con una calma glaciar, como si todo estuviera finalmente en su lugar.
Con la desaparición del espectro, una oleada de poder recorrió el castillo, y Lyra pudo sentir cómo las almas atrapadas en sus paredes se liberaban de la influencia de la mujer que las había atado.
Las almas perdidas, los gritos ahogados de los muertos, comenzaron a desvanecerse en la nada, pero no todas. Lyra, con una sonrisa cruel, decidió quiénes permanecerían bajo su control.
Los padres de las gemelas, las víctimas originales de la obsesión, permanecieron atados al castillo, pero su destino no sería el de libertad. La madre, cuya alma había sido la primera en ser consumida por la maldición del cinturón, fue obligada a trabajar bajo las órdenes de Lyra.
En un acto macabro, la madre de las gemelas fue convertida en la cocinera del castillo, su alma atrapada en un ciclo interminable de servidumbre. Siempre sirviendo, siempre obedeciendo, pero nunca liberada. La imagen de su madre, una vez amorosa y protectora, ahora era la de una sombra que se desvivía por cumplir las órdenes de su hija.
El padre, cuya alma también estaba atrapada, fue transformado en un criado. Su única función en el castillo sería limpiar los interminables pasillos, barrer las habitaciones oscuras y mantener el castillo en silencio absoluto. No sería más que un espectro de lo que alguna vez fue, condenado a limpiar las huellas de la oscuridad que había consumido a su familia.
Lyra, satisfecha con el control absoluto que había alcanzado sobre ellos, liberó las almas de los demás prisioneros del castillo. Pero no todos fueron liberados.
Tres sirvientes vivos permanecieron a su lado, para mantener el jardín en perfecto estado, cuidar los establos y hacer los viajes al pueblo para abastecer el castillo. Estas almas, vivas pero en su servidumbre, eran como piezas en un tablero de ajedrez, y Lyra se sentía inmensamente feliz de controlar incluso lo que parecía incontrolable.
Uno de estos sirvientes se encargaba de la burocracia del castillo, manteniendo el registro de las almas atrapadas y asegurando que todo funcionara según la voluntad de Lyra. Él era su mayordomo oscuro, siempre respetuoso, siempre atento, pero siempre bajo la sombra de Lyra.
El Reinado de Lyra
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Editado: 26.03.2025