Te has puesto a pensar, ¿por qué naciste en esta época, y no hace cien o mil años? Déjame decirte que no hay gran diferencia. Hoy tienes todo lo que necesitas a la palma de tu mano, y ¿qué haces con ello? ¿De verdad le sacas provecho o es como si no tuvieras acceso a toda esa información? Te quejas del mundo, pero ¿qué haces para que sea mejor? Y es que todos, sin importar dónde vivas, qué hagas, cómo te llames. En algún momento perdemos esa luz que nos hace únicos. Algunos la llegan a recuperar, pero otros (por no decir la mayoría) se quedan en la oscuridad.
Desde niño siempre tuve metas altas. Soñaba con ser una gran inspiración para la sociedad, alguien a quien los demás admiraran por su valentía. Se podría decir que fui un líder nato, aunque no tenía ese título y no podría tenerlo, pues en la sociedad en la que crecí, sólo una persona podría serlo y era por medio de una herencia. Eso fue hace mil años.
—Madre, cuando crezca quiero ser caballero y pelear en las cruzadas —le dije. Ella me volteó a ver con ojos de rabia, llorosos al mismo tiempo. Notaba cómo su rostro expresaba decepción.
—¿Qué te hace querer ser eso? —me respondió.
—Son héroes, ¿ya viste cómo los recibe todo el pueblo? Los ovacionan, les aplauden y otros hasta regalos les dan.
—Sí, y ¿sabes que hace un caballero?
—No, pero debe ser algo extraordinario para portar armaduras tan bonitas y que todo mundo te reciba así.
—Matan gente, personas como tú y yo. Sin importar si son niños, adultos, mujeres o ancianos.
—Pero…
—Nunca has visto uno en acción, ¿cierto? Por eso no me crees… es porque no matan gente del pueblo, sino personas que viven fuera de este feudo. Pero personas, al fin y al cabo. Y además somos siervos, para ser caballero debiste de haber nacido en la nobleza. Siempre seremos sirvientes de ellos y nunca dejaremos de serlo… Así es que quítate esa tonta idea y ayúdame a trabajar.
Increíbles palabras para un niño de cinco años, ¿no crees? Crecí traumado. Mi madre destrozó mi sueño de la peor forma posible. Cada vez que veía cómo regresaba la caballeriza, los miraba con odio… pero uno nacido de la envidia, de que no podía ser como ellos. Era muy joven para comprender que matar a alguien es robarle su libertad para siempre. Y a pesar de comprenderlo después, lo hice miles de veces.
No podía entender porque no podía ser lo que deseaba por algo externo a mí, por el simple hecho de haber nacido en la cuna de una familia de sirvientes y no de la nobleza. Me frustraba, pero por más que mi sueño estuviera hecho pedazos, seguía allí. Me escondía y practicaba a solas cómo el Rey me nombraba Sir Liam Helms de Hedingham; el caballero más fiel y al servicio de toda Gran Bretaña. Escuché unas risas detrás de mí y volteé enseguida, avergonzado.
—Con que caballero eh, ¡suena emocionante! —dijo aquella niña que recuerdo perfectamente. Se llamaba Brenda y dijo ser princesa ¡sí! ¡La hija del Rey! Los hombros se me fueron hacia abajo y encorvé mi espalda cuando en su lugar debí inflar mi pecho… era hermosa. Tenía sus cabellos dorados y unos ojos tan verdes como el bosque encantado, al cual estaba prohibido el acceso, pero logramos encontrar la manera de entrar; ahí nos veíamos todas las noches.
No sé cómo lo logré, pero nos hicimos grandes amigos, y después; cuando cumplimos 12 años, novios. Le labré a escondidas un anillo de madera y lloró sin consuelo cuando se lo entregué. Le sequé las lágrimas que recorrían sus mejillas y acariciaban sus pecas, puse mis manos sobre sus mejillas y me atreví a darle un beso. El cual, para mi fortuna, fue bien recibido y correspondido.
Nadie sabía de lo nuestro, era un secreto, el más bello de todos. Ansiaba la noche todos los días. Nos escabullíamos por un orificio de una muralla, cada vez nos costaba más trabajo, pero nuestro deseo de vernos era más fuerte. Ya teníamos nuestro lugar establecido. Subíamos un árbol y la forma de sus ramas era perfecta para quedarnos acurrucados, como si el árbol hubiera crecido a nuestro molde. Ella me contaba de su día en la realeza y yo la escuchaba mientras le hacía piojito hasta que se quedaba dormida. Sabía que el tiempo que podíamos estar juntos era poco, por lo que esos eran los momentos más preciados de mi vida. Minutos más tarde la despertaba y cada uno tomaba su camino a casa. Nos despedíamos con un suave, pero tierno beso. Mi madre comenzada a sospechar de mis escapadas. Siempre que regresaba me cuestionaba; ¿dónde estaba? ¿Qué hacía? ¿Por qué tan tarde? Sabía que, si le decía que fui a buscar respuestas en el cielo, me dejaría en paz. Se sentía culpable, culpable por algo que no estaba en su control. Ella no eligió esa vida para nosotros. Es obvio que uno no elige ser sirviente de nadie; no obstante, la sociedad nos lo ha impuesto siempre. El punto es que sentía culpa por no poderme dar la vida que yo deseaba.
Pasaron cinco años y no hubo día en el que no nos viéramos, así fuera sólo un minuto para darnos un beso. En esa época no existía lo que ahora denominamos “alma gemela” la mayoría de los matrimonios estaban arreglados y, si eras siervo, como en mi caso, ni soñar casarte con alguien de la realeza, ni mucho menos pensar en la princesa. Pero lo nuestro era único, no porque fuera imposible, sino porque estar a su lado era mágico. Y cada vez quería más de ella…
Sufrimos un ataque, los vikingos invadieron nuestro feudo. La caballeriza estaba más que coordinada y se defendieron perfectamente. Por el contrario, los siervos no sabíamos qué hacer: corrimos en todas direcciones, la mayoría se escondió y sólo deseaba que todo acabara, pero para desgracia de unos, el desear sólo les trajo su muerte. Yo, por el contrario, corrí al único lugar donde siempre me he sentido seguro, en paz… fui al bosque encantado y para mi sorpresa Brenda estaba allí. La abracé como nunca. No podía pensar en otra cosa más que en la posibilidad de perderla.