Jake miró su celular, una dos y mil veces.
No quería hacerlo. O peor, quería, pero sabía cuan infantil era. Era un hombre de cuarenta años. Cuarenta. No veinte, no quince, no veinticuatro, se recordó con especial e incisivo énfasis.
¿Cuántas veces había pasado por aquello? ¿Cuántas veces se dijo a si mismo que debía darse cuenta? ¿Qué era una broma? ¿Un contrato?
Tantas. Tantas veces. Y él no aprendía. No importó cuántas veces se lo dijo mirándose al espejo antes de salir de su remolque en el set, cuántas veces se lo recordó en el baño de algún aeropuerto del que ya no recordaba el nombre o lo susurró con sus ojos fijos en ese rostro que dormía holgadamente en un asiento contiguo del avión; Jake no aprendía a diferenciar la broma de la realidad, un asunto de marketing de su vida diaria. Bromance lo llamaban los publicistas, Jake lo llamó metedura de pata.
Desearía poder culparse un poco más y sin dudas más desearía poder culparlo, pero fue la vorágine, fue el trajín del set y las horas de vuelo mezclándose con el jetlag. Eran actores, estaba en su ADN estar conectados de forma directa y especial con sus emociones y sus sentimientos. También se suponía que aprendían en clases (en esas que tomó y siguió tomando con los años) a diferenciar al actor de su papel, se suponía que Jake no tenía que ver en ese chico alguien que no era, pero quizá ese fue su mayor error. Ese que hizo que toda esta vez fuera distinto, él se enamoró del que había bajo la máscara, del chico inteligente que trabajaba más que ninguno y con riguroso profesionalismo.
No era esa la primera vez que le pasaba. Francamente él ya había estado en ese lugar, en ese entredicho, pero si era la primera vez que en cuanto las cámaras se apagaban y las giras terminaban el sentimiento persistía, el dolor se quedaba con él susurrando en su mente y condicionando sus acciones.
Intentó por todos los medios sacudirse esos sentimientos, esa necesidad, pero esa cosa en su interior solo crecía, solo se hacía más grande, más pesada y agobiante. Una carga con la que ya no podía sino aprender a convivir y maniobrar. Dolorosamente para él y su orgullo, no de una forma decorosa, no con altura y algo de ese ingenio que siempre hizo gala, si no de una forma que cada pocos meses lo ponía en el ojo de la tormenta y en los memes de internet.
Intento barrer aquello haciendo las cosas que siempre lo relajaban; medito y construyó algunas cosas en su taller personal, pero ni Buda ni la madera le dieron un mínimo de paz. Entrenó, se reventó en el gimnasio, salió a correr, bendito sea, incluso reorganizó el sistema de reciclaje que tenía montado en su casa para ver si el trabajo concienzudo le daba algo de aire y lo disculpaba con su paz. Leyó libretos apilados que su representante me dejó en la cuarentena, intentó leer alguna novela o libro de política cuando la desesperación le arrebató horas de sueño, pero no había escapatoria en su mente.
Podía ponerse sus cascos y reproducir música a un volumen que, honestamente, a su edad ya resultaba molesto. Habló con sus amigos, peleó con ellos cuando no consiguió entrar en razón y sus palabras no eran aquellas que quería desesperadamente alguien le dijera a su torturada alma, pero allí seguía, clavado en él, empujándolo, arrastrándolo; nunca mejor dicho, enredándolo en sus telarañas y nublando su buen juicio.
Jake apretó el puente de la nariz y acarició la pantalla de su celular evitando por todos los medios el botón de enviar. Que infantil y que indefenso se sentía. Expuesto, vulnerable y miserable. Ese era su reflejo, ese era su presente. Esa era el rostro que le devolvía su reflejo cuando se miraba en un espejo y clavaba en el espejismo del que fue su mirada, esperando encontrar allí respuestas a preguntas que no podía dejar de formular.
Un hombre consumido por los celos, eso veía en su reflejo, ese fue el veredicto.
Celos. Celos tan grandes, tan abrumadores como hacía décadas no sentía. Celos que hacían que le duela la cabeza y su humor cayera en picada. Celos que lo tenían sentado en la mesa con un café negro y puro que no podía pasar pues sentía que era la miel más pura comparada con la amargura que en su boca reinaba desde hacía unos cuantos días. Celos que lo tenían quemando nicotina como si no hubiera un mañana, celos que retorcían su estómago y le quitaban el apetito, celos que irrumpían en sus sueños transformándolos en crueles pesadillas bañadas de la realidad más hostil y fría donde todo solo era parte de un show, un juego y nada más. Un sentimiento que crecía, que lo envolvía y lo consumía llevándolo al fondo y a lugares que no conocía de sí.
Soltó un suspiro y con pocas esperanzas intentó decirse que lo dejara pasar, que soltará de una vez y olvidara. Intentó engañar a su corazón, intentó convencerlo de que el tiempo curaría eso también, que esa herida también sanaría, que no había mal que dure cien años y persona que no se pudiera superar. Se dijo las mentiras estándares y cuando no funcionaron, empujado y desvencijado, optó por otras no tan comunes como que nada de aquello era real, que todo era parte de la misma turbulencia y que si simplemente dejaba de pensar en ello, dejaba de aferrarse a ese sentimiento que no tenía cabida, solo se diluiría dejando en él el rastro de lo que nunca fue, permitiéndole que al echar una mirada sobre su hombro, las risas pudieran sonarle honestas y afables. Pero nada funcionó, no importó cómo se lo dijo, o quienes lo hicieron; nada importó.
Se dijo, cuando ya todo falló, que debía pensar en su novia y no en esa maraña de sentimientos que solo traían tristeza a su vida, pero no hubo paz en su interior. La fiera que llevaba días despierta y mirando desde el rincón más recóndito de su ego no estaba dispuesta a oír consejos o palabras sabias. Más bien parecía estar metido en una terrible película de esas que atraían a los chicos. Una de esas dónde el protagonista no aceptaba la derrota, no aceptaba el rechazo y forzaba y forzaba algo que a todas luces y gritos no funcionaría.
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Editado: 26.08.2020