El metal choca entre sí, la turba de muerte le pisa los talones marchitándolo todo a su paso, las hojas crujen a sus pies mientras corre desesperada con el olor a rosa avasallando su nariz.
Espadas la persiguen, el corazón lo desemboca mientras intenta alcanzar al chico de cabello negro que está de espalda al final del laberinto.
La apresura recordando que su sangre depende de eso, de correr. Acelera, gritos suenas detrás y una lluvia de luces amarillas desaparece a los guardias que venían por su cabeza.
—¿Qué pasó? —se pregunta.
Alcanza al hombre alto con el porte de un gato traicionero. El pelo oscuro le cae de forma desordenada sobre las orejas felinas. Sus facciones son afiladas y elegantes, semejantes a las del animal. Pómulos definidos, nariz perfilada y sonrisa ampliamente traviesa.
—Aun no acaba —dijo él.
Y ella lo sabe, la batalla no termina hasta que haya sangre de por medio.
Con una mano levanta el mentón haciendo que lo mire, uniendo sus labios con un beso en medio de tanta sangre y la corona de oro a sus pies.
—¿Te gustan las rosas? —el tono plácido no es suficiente para desviar su atención; el cerebro le gana al corazón. Ella siempre tuvo eso presente.
Quiere responderle, negárselo y enterrar la daga que escondía en su garganta, pero él se va desvaneciendo en tanto despierta volviendo a la clase de historia.
«Otro sueño» se dijo a sí misma quitando el pelo castaño de su cara.
Se limpia las lagañas con la imagen de esos ojos violeta que no la han dejado en paz durante tres meses.
Intenta prestar atención a su clase, pero no puede. El cansancio es mayor después de quedarse hasta las cuatro de la madrugada hablando con el chico que le roba el aliento.
Cabecea en el pupitre, impaciente, mordiéndose el labio esperando a que—según ella—sus tortuosas horas de clases terminaran.
Quedaba menos de dos horas para finalizar y ya más de la mitad de la clase estaba lista para salir corriendo. Con sus ojos marrones haciendo un esfuerzo por no quedarse dormida, miró a la ventana, fastidiada de escuchar la voz de su profesor, afuera la esperaba un pequeño gato negro que perseguía a una mariposa.
«Es bastante curioso que al darle comida a un gato callejero te siga a todas partes. Es como si te hubiese ganado su confianza.» pensó, sin apartar la mirada de la mariposa que luchaba por su corta vida.
Ver al pequeño insecto le era irresistible. Con el color de sus alas grabadas en su cabeza, adelantó las páginas de su cuaderno hasta llegar a la última hoja para plasmar el negro y amarillo de la mariposa.
Pero en una esquina de la ya rayada página se encontraba:
¿TE GUSTAN LAS ROSAS?
—¿Que mierda? —murmuró.
Entonces sintió una mirada detrás. Al voltear, una sonrisa tierna se dibujó en su rostro al descubrir quién la observaba desde atrás. Al mirar por encima del hombro, el misterio se disipó; sabía que Alexis era quien había dejado ese mensaje.
Un chico con sonrisa coqueta y mirada traviesa, sus rizos castaños llegaban a sus pobladas cejas. Un poco retraído, pero bastante divertido; la universidad podía estar repleto de chicos atractivos, la mayoría creídos o muy perfectos para ser reales, pero Alexis no.
«¿Hoy a las 5?» Jenna respondió el mensaje de texto con un sí por debajo de la mesa.
Con la esperanza de que algo más interesante pasara estornudó, sus ojos se abrieron de par en par mientras intentaba resistir la fuerte punzada en su vientre.
—¿Te cagaste? —la burla de su amiga se tornó sería cuando Jenna soltó un quejido de dolor.
Aún sin poder creer su mala suerte, Victoria deslizó rápidamente la cremallera de su suéter y se lo quitó, en un desesperado intento por cubrir la posible mancha de sangre. Caminando casi al trote, se dirigió lo más rápido posible hacia el salón de su hermana. Al llegar, se detuvo frente a la puerta de madera, dudando si debía interrumpir la clase.
Mientras tanto, al otro lado de la puerta, Sophia Steel aparentaba estar atenta al pizarrón, aunque por debajo de la mesa, su compañero deslizaba la mano por su pierna, pero sus intenciones se vieron abruptamente interrumpidas por unos golpes en la puerta.
—Disculpe, profe, necesito hablar con Sophia.
Como reflejo felino quitó la mano del chico en cuanto reconoció la voz.
El simple hecho de que su hermana menor hubiese salido de clase para hablar con ella le inquietaba, pero lo ocultaba con una sonrisa que al instante se borra al ver la angustiosa expresión de Jenna.
—¿Qué pasa, calabaza? —preguntó cerrando la puerta a su espalda.
Jenna tragó saliva.
—Me bajó.
Por un momento los labios de la rubia se separaron en una "O", pero de inmediato estalló en carcajadas tan ruidosas que hasta su profesora dejó de escribir en la pizarra para mirar la puerta.
Sophia da una bocanada de aire y deja de reírse, aun así, de su rostro no se borraba la sonrisa burlona.
—Pensé que no te vendría sino hasta dentro de dos semanas.
—Es obvio que se me adelantó, ¿Quieres ver? —Hace el gesto de quitarse el cinturón—. Porque con gusto te estampo la pantaleta en la cara.
Sophia rio aún más fuerte.
—Espera aquí, Carrie.
Con impaciencia, Jenna comienza a contar a la espera de su hermana. Quince es el número en que se detiene cuando su hermana vuelve.
—Cuídalo bien —le advierte, entregándole un estuche blanco. Jenna le responde con una sonrisa y se despide con un sonoro beso en la mejilla.
Al llegar al baño, lo primero que hace es encerrarse en un cubículo. Después de solucionar el pequeño inconveniente, sale, pero al levantar la vista hacia el gran espejo de la pared, nota algo perturbador: escrita entre las grietas del vidrio roto, aparece la misma pregunta.
¿TE GUSTAN LAS ROSAS?
Su corazón se aceleró. La sangre dejó de llegarle al cerebro. No podía pestañear y mucho menos moverse. Hace un momento eso no estaba y ahora parece ser una pesadilla.