JENNA's POV.
Siempre me consideré buena dentro de los parámetros que la sociedad define: buenas calificaciones, buena hija, buena amiga, buena persona. Cometí algunos errores y sucumbí a los pecados como cualquiera, pero no creo merecer lo que estoy viviendo.
He estado despierta por un tiempo, intentando comprender lo que está sucediendo y darle sentido a lo que veo, pero no puedo creer lo que tengo delante.
A lo lejos, un bosque se extiende hasta donde el vitral me permite ver. Abajo, en la base de la torre en la que me encuentro, hay guardias que rodean el lugar; cuento unos siete, pero no tengo idea de cuántos más podría haber. Lo único que sé con certeza es que estoy en un castillo. Más allá del puente, logro distinguir un pueblo con un estilo medieval.
Es un sueño.
Parpadeo contra el fuerte brillo del sol. Todo me da vuelta y lo primero que me viene a la cabeza como pelota de futbol son: Alexis, un gato negro, unas malditas rosas y... ojos violetas.
Él me trajo hasta acá.
Es lo único razonable que puedo deducir.
Pero ¿A dónde?
Vuelvo a examinar la habitación en la que desperté. Es luminosa y elegante, con paredes de piedra sin adornos, y un hermoso suelo de madera pulida que reluce bajo la luz.
Agradezco al menos que haya electricidad y no me encuentre en un rincón primitivo y rudimentario.
Mi mirada se detiene en el candelabro de cristal suspendido sobre la enorme cama. Al intentar concentrarme en sus detalles, siento un dolor agudo en mi ojo izquierdo. Desde que desperté, la molestia no me da tregua: arde, palpita y me resulta imposible ignorarla.
Intento mirarme en los utensilios que parecen de oro, pero mi reflejo se distorsiona, como si el mundo mismo estuviera empeñado en burlarse de mí.
Cada pensamiento es un torbellino en mi mente, y mi estómago se estremece con cada pregunta que surge: «¿Dónde estoy?», «¿Qué hago aquí?», «¿Qué quieren de mí?» y, sobre todo, «¿Por qué llevo un vestido?». La cuestión de mi atuendo es particularmente inquietante y desconcertante.
¿Quién me cambió la ropa? ¿Me vieron desnuda? No, sigo con mi ropa interior intacta... aunque eso no descarta la posibilidad de que el responsable sea un violador educado que se encargó de poner las bragas después de... lo que sea que haya sucedido.
Hago otro recorrido visual por la habitación, y no puedo evitar pensar que he perdido el juicio. Tal vez estoy atrapada en una alucinación y, en cualquier momento, una mujer de blanco aparecerá con medicinas para calmarme.
—Mujer de blanco —repito con cierto sabor a deja vú—. ¡Sophia!
La idea de que también la hayan secuestrado me corroe. Imagino escenas horribles de ella gritando mientras yo estaba inconsciente. No hago un escándalo para no llamar la atención; necesito escapar y encontrarla.
Corro hacia la puerta, pero al abrirla, dos hombres altísimos con armas cruzadas bloquean el paso. Sin pensarlo, me deslizo por debajo de ellos, levantando el voluminoso vestido blanco para no tropezar. Bajo las escaleras con desesperación, como una Cenicienta angustiada, mientras oigo los bramidos a mis espaldas.
Los nervios me obligan a mirar atrás y veo a los guardias siguiéndome. Mis esperanzas se desmoronan al ver otros guardias esperándome al pie de las escaleras.
Un tirón violento me hace caer cuando piso la tela del vestido, rodando por la alfombra. Cada escalón me golpea dolorosamente. Saboreo la sangre que brota de mi labio mientras los guardias me levantan y me arrastran. Me siento como si estuviera condenada a la guillotina.
La confusión se transforma en miedo, y el miedo me debilita. Los guardias se detienen y echo un vistazo antes de caer de rodillas. Mis costillas duelen, mi cabeza retumba y, al alzar la vista, mi cuello truena.
Quiero a mi hermana.
Quiero despertar.
Me encuentro en un enorme salón iluminado por ventanales que ofrecen una vista del pueblo. El ambiente sigue enmarcado en piedra, y el suelo de madera parece costoso. El resplandor dorado en los decorados me deslumbra, pero no impide que note la presencia de guardias a mi derecha, a mi izquierda y, frente a mí, un hombre con una amplia sonrisa.
Si hay algo que la ciencia ficción me ha enseñado, es que si despiertas en un lugar desconocido y ves a un hombre vestido con seda y una tiara de quinceañera, sentado en un trono adornado con almohadas, ese hombre definitivamente es el rey.
Sus brazos reposan sobre los reposabrazos del trono, manteniendo una pose de poder que envía oleadas de electricidad por mi piel. Los murmullos cesan y un silencio sepulcral invade el salón, robando la corona a su majestad.
¿Qué debo hacer ahora? ¿Una reverencia? ¿Besarle la mano? ¡Estoy de rodillas con un vestido que revela mis pechos! ¿Qué más espera la realeza de mí para dignarse a hablar?
La comezón en mi ojo vuelve a molestarme. Intento levantarme, cuando...
«Huye.»
Un murmullo me petrifica más no comprendo lo que dice. Veo a todos lados buscando el origen de la voz, pero todos están con la cabeza abajo.
¿Huye?
Me levanto insegura, sintiendo su mirada recorrerme y detenerse en mis ojos. Los caballeros con armaduras y las mujeres de aspecto surrealista me observan como si fuera un bicho raro.
—Fascinante... —su voz grave resuena en el salón—. No solo mostraste una personalidad audaz al intentar escapar, sino que tus ojos son... extraordinarios.
A pesar de sus canas y rasgos maduros, tiene un atractivo innegable. Su barba oscura está bien cuidada, y acaricia su labio inferior mientras me mira con fascinación, como si venerara a una diosa.
—Son marrones —respondo, sintiéndome al mismo tiempo halagada y avergonzada.
Una sonrisa ladina aparece antes de que se levante y se acerque. Algo en mi respuesta claramente lo molesta.