Roxellane
Llegué temprano. Intento dormir en el auto mientras espero para poder entrar en el museo. Me es imposible con los flashes de la sangre en mi cabeza. Me sobresalto cuando algunas gotas caen en el parabrisas, entonces dejo de tratar de pegar ojo. Oigo algunos golpes, primero creo que es por la lluvia, luego me percato que el sonido viene del baúl del auto.
¿Todo me tiene que pasar? ¿Ni una bien?
Agarro el paraguas del asiento trasero, entonces salgo del vehículo a revisar. Abro despacio el maletero, los golpes vienen de la pequeña caja que contiene el objeto invaluable. A estas alturas, hubiera preferido una rata. Mis manos tiemblan, entonces abro el maldito estuche. Está ahí, solo es una pequeña estatua de busto con una cara horrenda. Nada se mueve, es todo normal.
―Estoy perdiendo la cabeza, maldición ―me quejo.
Cierro la caja, veo luz en el museo, así que decido llevar el objeto de una vez por todas para terminar el encargo. Bajo la tapa del baúl, pongo la alarma del coche, entonces cruzo la calle para poder tocar a la puerta.
―Oh, qué temprano ―expresa un hombre de baja estatura y rellenito, tiene unos lentes enormes―. Sígame por aquí.
Cierro el paraguas, lo apoyo en la pared, para poder agarrar mejor la caja e ir detrás del hombre.
―¿Es el director del museo?
―Oh, no, soy Pascual. El señor Reginam no viene mucho por aquí, es un ser muy ocupado, pero agradece su contribución y que haya decidido traer la estatuilla hasta aquí. Debió ser un largo viaje.
―Sí, lo fue ―digo, despacio.
Abre la puerta del depósito y señala un pedestal.
―Apóyela ahí.
―¿No la van a exponer o investigar? ―opino al mirar el sitio―. Está muy vacío por aquí.
―No se preocupe, nos encargaremos.
―Esperaba poder hablar con el responsable. ―Pongo la caja en la base indicada y desenvuelvo el paquete.
Parece todo tan abandonado.
―El interés es meramente del señor Reginam. ―Se ríe―. Por algo puso el dinero, ¿no?
Es verdad, en el mail se notaba su deseo e insistencia de que su museo sea el elegido para esta extraña estatuilla.
―¿Sabe si vendrá hoy? Quisiera saber más del objeto en cuestión, y si me deja, poder examinarlo mejor.
―Ah, los arqueólogos, siempre tan impacientes.
―¿Puedo? ―insisto.
Definitivamente, todo lo que me pasa es por esa cosa, no hay duda. Quizás tiene algún alucinógeno, sustancias nocivas. Tengo que averiguar de qué está hecho. Necesito una explicación científica. Intentar ignorar el tema no está funcionando. Además, podría visitar el sitio de la excavación otra vez, esa cueva me traía malas sensaciones.
―Lo llamaré ―aclara al ver que no desisto.
Soy una mujer con carácter, no me dejo amedrentar tan fácil, y siento que me está dando bastantes vueltas. He vivido muchas cosas fuertes en mi vida, pero debo decir que esta ha sido la más extraña y aterradora. Me siento en una muy mala producción de Hollywood.
Y los ojos de esa estatua me están mirando. Muevo la cabeza al darme cuenta. Bufo, entonces decido salir del depósito. Eso me está siguiendo con la vista. Sé que soy la única que se da cuenta, pues soy la que se encuentra alterada. El hombrecito ni mierda se ha dado cuenta del movimiento raro de la estatuilla. No debí haber abierto la maldita caja.
Me giro en dirección a la puerta de salida, pero me choco con alguien, así que no puedo continuar mi huida de ese maligno objeto.
―Ay, cuidado, estúpida.
Frunzo el ceño, encontrándome con un hombre alto, rubio de rulos y ojos claros. Un momento, ¿por qué tiene la camisa tan abierta? Tanto calor no hace. Además, ¿me acaba de llamar estúpida? Qué grosero.
―Discúlpate ―digo, molesta.
―Humanos, siempre tan raritos. ―Se ríe, mueve su mano, echándome―. Ve a volar por ahí.
―¿Quién te crees que eres?
―Es el recadero ―acota Pascual.
Me toca reír a mí.
―Ah, ya veo por qué ―me burlo.
―Pobrecilla, se cree important... ―El rubio se calla, aproximando su cara a la mía, así que la retrocedo un poco―. ¿Quién rayos eres? No puedo…
―¿No puedes qué cosa? ―Enarco una ceja.
―Zijo, no seas irrespetuoso. ―Entra alguien más al depósito―. Señorita Roxellane Clareiz, ¿cierto? ―Es un hombre de cabello negro y largo, tiene un traje más formal que el rubio desubicado. Agarra mi mano y la besa―. Un gusto, soy Máster ―se presenta.
―El director Troyen Reginam ―me aclara Pascual―. Máster es un título.
―Oh. ―Me sonrojo―. Sí, soy.
―Creí que no vendría hoy ―le opina el encargado a su jefe.
―Sentí el estruendo ―le contesta.
El que se ha quedado callado es el rubio maleducado, como si la presencia de Reginam, lo obligara a hacer silencio.