El pozo

En un pequeño pueblo montañoso de Japón, había un pozo antiguo, tan viejo que nadie recordaba quién lo había construido ni qué propósito tenía. Estaba tapiado con tablones húmedos y oxidados, pero incluso así, cada noche, los vecinos aseguraban escuchar voces que salían desde dentro.

Al principio parecían murmullos lejanos, como si alguien rezara en otro idioma. Pero pronto se transformaron en susurros claros, susurros que decían los nombres de los habitantes del pueblo.

La primera en escucharlo fue la señora Tanaka, que regresaba tarde de cuidar a su nieto. Mientras pasaba junto al pozo, oyó su propio nombre:

—"Tanaka Harumi..."

El eco era húmedo, profundo, arrastrado.

Ella no volvió a casa esa noche.

Los días siguientes, más vecinos desaparecieron. Siempre el mismo patrón: sus nombres eran llamados desde la oscuridad del pozo, y ellos, casi en trance, se acercaban.

Un grupo de jóvenes decidió investigarlo. Entre ellos estaba Hiroshi, un chico curioso pero temeroso. Armados con linternas, apartaron los tablones y ataron una cuerda alrededor del cuerpo de uno de ellos, que descendió con cautela.

El silencio se tragaba cada crujido. A medida que bajaba, su voz se escuchaba débil:

—No... no es agua... hay algo aquí abajo... paredes... con caras...

La cuerda se tensó de golpe. Luego, nada.

Cuando intentaron subirlo, lo que regresó fue solo la cuerda deshilachada y húmeda, como si algo hubiera mordido el cáñamo.

Esa noche, Hiroshi soñó con el pozo. En el sueño, cientos de rostros pálidos emergían de las paredes interiores, estirando los labios para formar un solo susurro que lo llamaba a él:

—"Hiroshi... baja con nosotros..."

A la mañana siguiente, encontraron el pozo abierto. Y aunque todos juraban que lo habían vuelto a tapar, los tablones estaban rotos desde adentro.

El pozo ya no susurraba.

Ahora, en el silencio, se escuchaba respirar.