El armario

El pequeño Kenji tenía ocho años cuando empezó a decirle a sus padres que alguien vivía en su armario. Al principio, lo ignoraron pensando que era producto de su imaginación, un miedo común en los niños.

Cada noche, a la misma hora, Kenji se tapaba hasta la cabeza con las sábanas y murmuraba:

—Ya viene... ya viene...

Su madre, preocupada, lo revisó varias veces. Siempre abría el armario y lo mostraba vacío. Solo ropa colgada y juguetes en el suelo.

Pero Kenji insistía.

—No es de día, mamá. Solo aparece cuando oscurece.

Una noche, el padre decidió quedarse vigilando. Se sentó en la cama con Kenji y esperó en silencio. Las manecillas del reloj marcaron las tres de la madrugada. Fue entonces cuando un leve clic resonó en la habitación: el pestillo del armario se movió por sí solo.

La puerta crujió lentamente.

Del interior emergió una mano huesuda, demasiado larga para ser humana, seguida de un rostro... o mejor dicho, una imitación grotesca del padre. Tenía sus mismos rasgos, pero torcidos, como dibujados a lápiz por alguien que nunca había visto un rostro humano de cerca.

—Kenji... —dijo la copia, con la voz distorsionada—. Ven conmigo.

El niño gritó, y el verdadero padre se lanzó hacia la figura. Pero al tocarla, esta se deshizo como humo, dejando la ropa del armario tirada en el suelo.

Los padres intentaron calmar al niño, asegurándole que todo había sido un mal sueño. Sin embargo, Kenji ya no confiaba en ellos.

No, no en ellos.

La siguiente noche, cuando la madre entró a su cuarto para arroparlo, Kenji la miró fijo y preguntó:

—¿Eres mi mamá... o eres la que salió del armario anoche?

Ella sonrió... demasiado ancho.