Jigoku-mimi

Hilo rojo

Aiko tenía diecisiete años cuando una mañana descubrió un hilo rojo atado a su dedo meñique.

Era delgado, áspero, como si estuviera cosido en su propia piel.

Intentó cortarlo con tijeras, pero la hoja rebotaba como si el hilo estuviera hecho de acero. Intentó quemarlo con un encendedor, pero la llama nunca lo tocaba.

El hilo simplemente... existía.

Movida por la curiosidad y el miedo, decidió seguirlo. Salió de su casa y caminó por las calles de su barrio, con el hilo estirándose frente a ella como una cuerda invisible que nadie más parecía notar.

El hilo la llevó por callejones oscuros, estaciones de tren desiertas y caminos que nunca había recorrido. En ocasiones, creía escuchar una respiración pesada detrás de ella, como si alguien invisible la acompañara.

Tras horas de caminar, llegó a un terreno baldío donde se alzaba un edificio abandonado. El hilo entraba por una ventana rota, como si la invitara.

Dentro, el aire era húmedo y frío. El hilo se internaba por los pasillos, subía las escaleras, bajaba, se retorcía como una serpiente viva. Finalmente, se detuvo en una habitación en penumbras.

Allí, en el centro del suelo, había un cuerpo sentado, encorvado, con el mismo hilo rojo atado a su dedo meñique.

Aiko tembló al ver que la figura tenía el cabello largo y oscuro, la misma estatura... y la misma ropa que ella llevaba puesta esa mañana.

La figura levantó la cabeza.

Era su propio rostro, pálido, con los ojos desorbitados y la boca cosida con el mismo hilo rojo.

Con un movimiento lento, la doble levantó la mano y tiró del hilo. Aiko sintió un tirón en su dedo meñique, como si la estuvieran jalando hacia adelante, hacia ella misma.

En ese instante, el hilo comenzó a enrollarse con rapidez, atrapándola, acercándola. Aiko intentó resistirse, pero cada vuelta del hilo la apretaba más, hasta que no supo si era ella la que avanzaba o la que estaba esperando.

El último sonido en la habitación fue el de los hilos tensándose... hasta que no quedó más que silencio.

hasta que no quedó más que silencio




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