La ventana

Miyuki vivía en un pequeño departamento en el cuarto piso de un edificio viejo. Cada noche, antes de dormir, tenía la costumbre de mirar por la ventana para asegurarse de que estuviera cerrada.

Pero una madrugada despertó de golpe y notó algo extraño.

En el vidrio de su ventana había una silueta oscura, como la sombra de alguien que la observaba desde afuera.

Lo primero que pensó fue que era imposible: estaba en un cuarto piso. No había balcón, ni repisas, ni nada que permitiera a alguien quedarse de pie ahí.

Se levantó, encendió la luz y la figura desapareció.

Al día siguiente, intentó convencerse de que solo había sido un mal sueño.

Pero la siguiente noche volvió a despertar a la misma hora.

La silueta estaba ahí otra vez, pegada al vidrio, inmóvil.

No respiraba.

No parpadeaba.

Solo estaba.

Con el corazón desbocado, se acercó con cautela y trató de iluminar el vidrio con la linterna de su celular. La luz rebotó en el reflejo... pero no había rostro, solo una negrura compacta que se deformaba, como si quisiera entrar.

Miyuki gritó y corrió a la sala. Pasó el resto de la noche sin atreverse a volver al dormitorio.

Durante el día, con la luz del sol, la ventana se veía normal. Ningún rastro de nada.

Hasta que encontró algo en el marco: marcas de dedos largos y húmedos, como si alguien hubiera presionado el cristal desde afuera.

Las noches siguientes, la silueta apareció una y otra vez. Siempre mirándola.

Una madrugada, incapaz de soportarlo más, Miyuki decidió abrir la ventana de golpe para enfrentarlo.

Lo que vio la dejó helada.

La silueta estaba del otro lado, pegada a ella, y al abrir, no cayó ni se desvaneció.

Simplemente sonrió, con una boca demasiado ancha, y susurró:

—Ahora sí puedo entrar.