Parecía que sería una noche tranquila, el cálido aire veraniego acariciaba suavemente la copa de los árboles. Pocos autos pasaban ya por las calles, haciendo mucho ruido o nada en particular. Había una elegante casa de dos pisos, pintada de color azul cielo, rodeada por un alegre jardín verde que asomaba sus coloridas flores a la acera en la calle. Dentro, en el primer piso, había una familia; mamá, papá e hija. La fiesta de cumpleaños número cinco de la pequeña Joan había concluido apenas, el último grupo de invitados acababa de partir entre risas y despedidas vanas. Lo que quedaba en lugar de la celebración era una enorme montaña de regalos aún envueltos en brillantes papeles de colores que tentaban a Joan a romper sus moños sin piedad, un montón de basura por recoger y manchas que limpiar.
Joan estaba sentada en el sofá color beige que atravesaba la sala y que era tan alto que ella tenía que dar un saltito para subir en él, balanceaba sus pequeñas y regordetas piernas en el aire, golpeando sus zapatos lustrados uno contra el otro y mirando cómo sus padres limpiaban todo lo que los invitados habían dejado atrás; restregaban manchas de pastel en el suelo, sacudían migajas de pan fuera del mantel y metían en grandes bolsas negras los platos y vasos desechables. La pequeña los observaba con atención, como siempre hacía con todo su alrededor. Era una costumbre irreverente y muy arraigada que tenía desde aún más pequeña.
Miraba a todas las personas hasta el punto de llegar a ser grosera, observaba sus movimientos, prevenía lo que iban a hacer y algunas veces adivinaba lo que estaban por decir. Era un hábito que su madre le había heredado de su trabajo y que su padre le había invitado a desarrollar. Después de todo, ambos eran psicólogos.
En cuanto sus padres, Lilian y Marco, terminaron de limpiar aquel desastre, dieron luz verde a Joan para que abriera sus regalos y ella corrió a la montaña de cajas envueltas para desenvolver una por una con total impaciencia. Encontró una infinidad de muñecas Barbie a las que miró con desdén y dejó sin cuidado en el suelo, encontró algunas almohadas y una que otra cobija que quedaría sepultada al fondo de su armario. Había también un par de ositos de peluche, uno color blanco y otro de color café, ambos con ojos brillantes y vacíos. A alguien se le había ocurrido que sería buena idea regalarle un listón para su cabello y un par de peines que completaran el juego, a lo que ella arrugó la nariz y torció los labios.
Decidió que lo mejor habían sido los ositos de peluche, así que los tomó a ambos en sus brazos y suspiró.
—Voy a dormir —dijo en medio de un bostezo.
Sus padres asintieron sonriéndose el uno al otro, listos para darle el último regalo sin que ella sospechara.
La pequeña subió a su habitación sintiendo los pies de plomo, había sido un día cansado. Había jugado con los hijos de los amigos de sus padres, había bailado junto a sus tíos y había cantado un par de canciones a petición de su madre, según ella, para demostrar lo que había aprendido en sus clases de canto. También había complacido a su madre al dar piruetas infinitas con su precioso vestido azul, mientras sus tías hacían comentarios como "preciosa" o "qué ternura".
Al llegar a su habitación, puso los ositos en la cama, se quitó el vestido, los zapatos de charol y los lazos que ataban su cabello oscuro, el cual cayó con ligereza hasta su cintura. Se puso el pijama, que constaba de un conjunto de pants de algodón color gris, una playera blanca y una sudadera a juego. Cepilló su cabello y limpió su cara con un algodón empapado en agua de rosas, una costumbre igualmente adquirida de su madre y criticada por su abuela. Brincó a la cama, se metió entre las sábanas y justo cuando estaba a punto de apagar la lámpara de noche, sus padres entraron en su habitación con una sonrisa plantada en el rostro. Su madre sostenía en sus delgadas manos una cajita plateada con un moño rosa en la tapa.
—Último regalo —canturreó. Su padre rió en voz baja.
Se acercaron con calma a la cama de Joan y se sentaron en el borde. Le entregaron el regalo y, con una tranquilidad que sólo podría ser obra del sueño que la acosaba, la niña abrió la cajita y sus cejas se alzaron a causa de la encantadora sorpresa. En la cajita había un reluciente corazón de plata, liso en toda su superficie excepto por la piedrecilla rosa que adornaba uno de sus lados. Joan lo sacó tirando de la larga cadena y lo pasó por su cabeza hasta dejarlo caer en su cuello. El movimiento fue lo suficientemente brusco como para que el corazón se abriera por la mitad, revelando así una foto de ella y de sus padres que se había tomado un par de semanas atrás mientras paseaban en el parque. En la fotografía, los tres sonreían a la cámara, abrazados.
Editado: 23.12.2019