2014
El comedor estaba gobernado por un incontrolable bullicio. Las chicas y no tan chicas hablaban sin parar, algunas masticaban con la boca abierta y otras eran tan solo un poco más refinadas. Todas llevaban el uniforme de color beige a su propio estilo. Había quien usaba playeras debajo de él, otras cortaban las mangas para darse comodidad y algunas lo rompían de todas partes en un vano intento de desafiar a la autoridad.
Era el Reformatorio B, en el que estaban las mujeres de doce a veinticinco años que —las autoridades creían— tenían forma de reintegrarse exitosamente a la sociedad. No importaba si la sociedad pensaba lo contrario.
Los grupos entre las reclusas eran fáciles de identificar.
Rezagadas en las mesas de los extremos, estaban aquellas niñas que no llegaban a los dieciséis y que miraban a todas las demás con alerta, la mayoría casi temiendo llamar la atención. Sin duda alguna, era el grupo que siempre tenía algo de qué quejarse, sobre todo cuando las mayores encontraban divertido molestarlas o hacerlas llorar.
Cerca de las puertas cerradas y en un grupo más extenso, se encontraban aquellas que tenían más de veintiuno. No podía decirse que tenían más probabilidades de readaptación, pero era el grupo que menos problemas y quejas daba a los guardias. No buscaban problemas, pero si los tenían, los resolvían por su cuenta.
En cambio, el tercer grupo era el más problemático, el de las chicas de dieciséis a veinte años. Ninguna reclusa —a excepción de un par de recién llegadas— le daba suficiente importancia a su situación. La mayoría preveía ya su regreso a algún reclusorio. No parecía caber la esperanza de ser mejores. Eran las más intimidantes. De alguna forma, siempre parecían estar a punto de causar algún desastre.
De pronto, todas guardaron silencio casi al mismo tiempo y miraron hacia la entrada del comedor, listas para presenciar la rutinaria caravana que estaba a punto de aparecer.
La escoltaban cuatro guardias, dos delante y dos detrás, y sus manos estaban esposadas. Sin embargo, ella caminaba con completa tranquilidad. Incluso podía leerse la diversión en sus ojos café brillante, que contrastaban con su melena negra, y en su ligera sonrisa. Su uniforme beige estaba doblado y amarrado a la cintura de tal forma que los pantalones era lo único que se notaba de él. Debajo llevaba una camiseta negra sin mangas que se le ajustaba perfectamente a su cuerpo esbelto. En cuanto estuvo dentro del comedor y las puertas se cerraron detrás de los dos guardias posteriores, ella giró su cabeza para mirar al guardia que estaba a su izquierda, le sonrió y le mostró sus muñecas encadenadas. El guardia, exasperado como siempre, hizo una mueca y abrió los grilletes dejándola libre. Con un elegante movimiento de su mano izquierda se despidió de él, descartándolo de inmediato, y se encaminó hacia la barra de comida. Tomó una charola, dejó que las cocineras le sirvieran raras mezclas de extraños colores en su plato y fue hacia su propia mesa. En cuanto se hubo sentado, todas en el comedor retomaron su comida, sus pláticas y sus discusiones.
Una chica de cabello rubio y rastas castañas que caían hasta su cintura, de ojos claros como la miel y tez bronceada, se acercó con su comida, con una fresca actitud despreocupada que la caracterizaba.
—¡Buenas tardes, señora! —exclamó sonriente.
—¿Qué quieres? —dijo la chica del cabello negro.
—Ah, Joan... me ofendes. No siempre quiero algo de ti.
—Bien —respondió Joan con una ligera sonrisa en los labios—. Porque no asesinaré a nadie por cumplir tus caprichos, Is.
—¿Ni siquiera a Molly?
Joan se lo pensó por un momento. Molly en serio la desesperaba, siempre buscando problemas estúpidos e innecesarios...
—No.
—¿Y a Katy?
Joan se mordió la lengua. Katy era, bueno, una chica demasiado... fácil.
—No.
—¿Ni a....?
—Basta Isa, estás poniéndome ansiosa.
Isabel soltó una buena carcajada.
—Sí, claro. ¿Tú, ansiosa? Es como decir que esta comida es la mejor obra culinaria —dijo Isabel y arrojó su cuchara en la mezcla sospechosa. Hizo un gesto de asco cuando la cuchara se quedó quieta en su lugar, como si se hubiese clavado en gelatina.
Una de las cocineras gruñó cerca de ellas. Joan sonrió y continuó dándole vueltas al engrudo en su plato.
—¡Oh, no! —dijo Isabel con fingida preocupación.
Joan alzó la mirada y se encontró con una discusión que estaba por convertirse en una riña. Eran dos chicas. Una de ellas, alta y atlética, con unos fuertes brazos que podían ser demasiado pesados y romper varias cosas a la vez, Joan lo sabía. Había peleado con Molly más de diez veces en toda su estancia en el Reformatorio B.
Editado: 23.12.2019