La celda de Joan, al igual que todas las otras celdas, era un horrible tributo a la monotonía.
Tenía tres paredes viejas y desgastadas. Se podía deducir que solían estar pintadas, pero de eso ya solo quedaban débiles manchas blancas sobre el frío cemento gris. La cuarta pared era de barrotes ligeramente oxidados y una puerta rechinante. Tal como Paty se lo había advertido, cuatro guardias vigilaban su celda. Observaban descaradamente cada uno de sus movimientos, sobre todo cuando Joan movía una pieza importante en el tablero y no un peón.
Sí, estaba jugando ajedrez. Jugaba contra sí misma, no podía hacer mucho más para evadir el aburrimiento. Estaba molesta con el libro que había estado leyendo. En cuanto la princesa del cuento decidió sentarse a esperar ser rescatada, cerró el libro de un golpe sordo y suspiró. ¿Por qué no podían conseguir literatura decente en esa maldita prisión?
Movió al rey para evitar que un alfil lo pusiera en jaque. Fue Matt, un viejo amigo, quien le enseñó a jugar ajedrez, también le enseñó a jugar dominó y damas chinas, juegos de billar, cartas y dardos. Fue durante esa divertida época que acabó a sus dieciséis años. Parecía que había pasado una eternidad. Suspiró mientras giraba el tablero para jugar con las piezas negras. Vio al rey, ahora protegido por un caballo. Levantó una ceja e hizo una mueca.
—La torre —escuchó decir a uno de los guardias.
—No pedí tu opinión —rezongó de inmediato.
Sin embargo, el guardia tenía razón. La torre podría equilibrar la situación para sacar de peligro a su rey. Pero, orgullosa como era, ya no se permitiría usar la torre en ese movimiento. Bostezó ampliamente para ganar tiempo, al final movió un peón. De reojo vio que los guardias meneaban la cabeza con desaprobación. Gruñó para sus adentros.
—Tengo una idea —musitó sin dejar de observar el tablero. Una sonrisa irónica apareció en sus labios—. Vamos a jugar a ignorarnos, ¿qué tal si se dan la vuelta?
Los guardias ni siquiera cambiaron su expresión.
Joan, enfurruñada, se levantó de su excusa de cama y fue a recargar el hombro izquierdo en la pared, a medio metro de los barrotes. Cruzó los brazos y observó con descaro a cada uno de los guardias. Todos eran bastante altos, tenían una complexión atlética. Llevaban aquel odioso uniforme gris, en el cinturón una pistola eléctrica, una macana, un juego de llaves, una radio y una linterna. Rápidamente a Joan le pasaron por la mente distintas formas en las que podría dejarlos inconscientes con cada una de esas cosas.
—El otro día me encontré un poemario en la biblioteca —comentó con voz suave—. Me encantó este de Alfonsina Storni. Tal vez quieran captar la indirecta.
Silencio.
—Las cosas que mueren jamás resucitan —comenzó a recitar Joan—, las cosas que mueren no tornan jamás. Se quiebran los vasos y el vidrio que queda es polvo por siempre y por siempre será. —Se llevó el dedo índice al cuello y dibujo una línea imaginaria que lo degollaba. Sonrió.
Algo pareció recordarles que esa chica se deshizo de uno de sus compañeros la noche anterior, así que suavizaron la mirada, pero se mantuvieron estoicos en su posición.
Olvidó la segunda estrofa, así que siguió con la tercera:
—Los días que fueron, los días perdidos, los días inertes ya no volverán. —Hizo un puchero teatral—. Qué tristes las horas que se desgranaron bajo el aletazo de la soledad.
Se escuchó una risita proveniente de una celda alejada. Los guardias comenzaron a titubear, uno incluso agachó la mirada.
—Qué tristes las sombras, las sombras nefastas, las sombras creadas por nuestra maldad. —Se llevó la mano izquierda al mentón y la derecha a la coronilla de la cabeza. Giró el cuello como si lo rompiese y levantó una ceja—. Ah —suspiró—, las cosas idas, las cosas marchitas, las cosas celestes que así se nos van.
Entonces los guardias cedieron por completo. No, seguir las órdenes de Patricia definitivamente no valían esas amenazas. Desviaron la mirada. Joan, triunfante, levantó la mano derecha y los señaló con el dedo índice, luego hizo girar la muñeca para indicarles que se dieran la vuelta. De mala gana y aún titubeantes, los cuatro guardias hicieron caso y le dieron la espalda. Sonriente, Joan terminó de recitar los últimos versos:
—Corazón, silencia. Cúbrete de llagas, de llagas infectas. Cúbrete de mal. —Se despegó de la pared y alzó los brazos para estirarse—. Que todo el que llegue se muera al tocarte, corazón maldito que inquietas mi afán.
Editado: 23.12.2019