Joan Forley: Historia de Una Asesina

Ruido

            

    Taller de mecánica, aburrido. 

    Pero era lo más útil que podías encontrar en los talleres que se impartían en el Reformatorio.  Claramente, Joan Forley no iba a asistir a un taller de costura creativa. Prefería ensuciarse las manos con aceite y grasa, y aprender a arreglar motores, lámparas y uno que otro circuito. 

    El taller había sido, hacía un largo tiempo, un lugar impecable con paredes blancas, piso de cemento liso, mesas de trabajo nuevas y herramientas brillantes. Pero ahora las paredes estaban invadidas de objetos descompuestos y telas de las que colgaban manuales y libros de mecánica, el piso estaba agrietado y manchado de grasa, las mesas tenían múltiples magulladuras, manchas de aceite y de sangre; y las herramientas ahora estaban repletas de óxido. 

    Solo se permitían quince chicas por turno en el taller, por lo que se contaba con bastante espacio para que cada una pudiese trabajar sin molestar a nadie, aunque lo más común era que hubiese una discusión en cada sesión. 

    —Bien, todas a trabajar. Sean cuidadosas, no quiero otro dedo ensangrentado que manche mis mesas —dijo Gabriel, el mecánico que impartía el taller y que se ocupaba del equipo de mantenimiento, quienes arreglaban todos los desperfectos dentro del Reformatorio. 

    Joan tenía que escoger, al igual que todas, un artefacto para arreglar. Después de las pesadillas que tuvo la noche anterior, luego de aquel hermoso sueño por la tarde, quería algo que requiriera una buena concentración pues no quería pensar en él. Tomó un motor y lo cargó hasta su mesa de trabajo. 

    —Forley, un motor de cortadora de césped. Ten cuidado —comentó Gabriel cuando le entregó sus fichas de canje para las herramientas con el número doce tallados en la superficie. 

    Ella asintió con severidad, se dirigió a las telas en donde estaban guardados los manuales y tomó el indicado. Regresó a su mesa y comenzó a hojear el grueso compendio. 

    Por infinitésima vez en su vida, agradeció que Marlene y Coral —unas viejas amigas— le enseñaran a leer cuando tenía diez años.  Si bien un libro jamás le había salvado la vida, la lectura le había ayudado a sobrevivir. 

    Se dio cuenta de que el problema del motor era que la soga de arranque estaba rota, así que tendría que retirar la cubierta, desarmar el mecanismo e insertar una nueva soga. Resoplando, fue a formarse para conseguir las herramientas. 

    Delante de ella estaba una de las reclusas más jóvenes, su nombre era Jacinta. Llevaba el cabello siempre amarrado en una estirada trenza y sus ojos cafés solían mirar hacia abajo todo el tiempo. 

    —Hola, Joan —saludó la niña. 

    —Hola —respondió la asesina con voz suave. 

    —Escogiste uno difícil —comentó Jacinta señalando con la mirada el motor en la mesa de Joan. 

    —Sí. ¿Y tú? 

    —Un circuito común de apagador. 

    —¿Por qué? —preguntó con curiosidad, 

    Jacinta siempre escogía circuitos. La niña se encogió de hombros. 

    —Quizás esta vez me dé buen resultado —respondió. 

    —Pero siempre te quedan perfectos. 

    —No es la perfección lo que busco —argumentó la niña. 

    Joan levantó una ceja, confundida.  A Jacinta los circuitos se le daban a la perfección, siempre los acababa en un dos por tres. Joan estaba a punto de preguntarle más cuando fue el turno de la niña para pedir herramientas y esta le dio la espalda.

    Mientras esperaba, observó que algunas ya estaban absortas en su labor. Molly reparaba un motor que parecía más eléctrico que mecánico y lo hacía con tremenda agilidad. Isabel conectaba y desconectaba circuitos con un semblante aburrido. Una chica llamada Gema lidiaba con una lámpara que debía encenderse al tocarla, pero por más que la golpeaba, la luz no aparecía. 

    —Siguiente —escuchó la voz de Mónica, una de las reclusas mayores que tenía el turno para atender la entrega de herramientas. 

    —Destornillador de cruz, pinza de corte, encendedor, soga y un juego de llaves Allen. 

    —Ocho. 

    Joan sacó ocho fichas de su bolsillo y recibió en una cesta todos sus materiales, era una medida de seguridad para evitar que las reclusas se llevaran alguna herramienta. Si eso llegase a ocurrir, solamente tendrían que ver el registro de fichas para saber quién tenía la herramienta faltante. 

    Fue a sentarse en su lugar y puso las herramientas frente a ella, probó que las pinzas cortaran y que el encendedor tuviese gas. Pero en vez de empezar a trabajar, se quedó mirando la llama durante un momento, con ojos perdidos. 



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En el texto hay: crimen, romance, accion

Editado: 23.12.2019

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