Joan tuvo que abrir los ojos poco a poco, la voz que la llamaba la había arrastrado desde el fondo de sus sueños hasta la superficie y ahora la tenía aturdida.
Parpadeó dos veces y al enfocar la vista se encontró con un guardia a lado de su cama, diciendo su nombre una y otra vez mientras sostenía en su mano derecha una pequeña pistola.
—Acabas de cometer un acto suicida —le replicó ella con la cara pegada en el delgado colchón.
—Paty te busca —respondió el guardia intentando parecer calmado.
—Yo no quiero que me encuentre —refunfuñó ella.
—Tengo órdenes de llevarte a como dé lugar —dijo el guardia respirando entrecortadamente, aterrado.
—¡Ja! Suerte con eso —le respondió la asesina antes de clavar la cara en el colchón.
—Bien.
Él jaló el gatillo de la pequeña pistola y disparó un dardo en el brazo izquierdo de Joan. Ella se sobresaltó de inmediato y se puso de pie en el tiempo que dura un parpadeo. Le dio un codazo al guardia en el estómago y, aprovechando que él se dobló sobre sí mismo, lo empujó por las costillas con la pierna y lo acorraló contra la pared. Fuera, los otros tres guardias apuntaban a la asesina con más pistolas pequeñas, pero ninguno parecía saber qué hacer. Joan estaba a punto de propinarle la paliza de su vida al hombre que la había despertado, pero su brazo comenzó a adormecerse.
—¿Qué mierda...? —intentó decir antes de que tres dardos más se clavaran en su piel. Uno en el brazo derecho, otro en la pierna izquierda y otro en la derecha.
Dio un traspié y tuvo que detener su espalda en la pared para resbalar sobre ella y no caer demasiado fuerte.
—¿Qué es esto? —preguntó alarmada. Dejaba de sentir su cuerpo, pero, afortunadamente, estaba totalmente consciente.
—Anestesia —respondió el guardia al que ella había golpeado, mientras se levantaba penosamente del suelo—. Patricia quiere que vayas con Deya.
—Perfecto —gruñó Joan.
Se desparramó en el suelo sintiéndose inútil.
Los guardias que se habían quedado en la seguridad del pasillo entraron a la celda y dos de ellos la tomaron por los brazos para sacarla arrastrando de allí mientras ella resoplaba exasperada. La llevaron por los desgastados pasillos y Joan pudo escuchar las risas y los pequeños comentarios de las presas que estaban en sus celdas. Algunas la miraban con un respeto bien ganado mientras que otras la miraban con temor, en especial las más jóvenes.
La iluminación con la que contaba todo el Reformatorio era de un blanco impecable al igual que su pintura, excepto por tres áreas: los baños que eran rosas, la tienda de canje de color café y la sala de la psicóloga de un tono púrpura, a donde se dirigían en ese momento.
Bajaron por unas viejas escaleras de piedra y el ambiente se tornó más frío y pesado. Las luces se volvieron amarillentas poco a poco y se podía sentir la humedad en el aire. Joan estaba furiosa, no podía sentir sus miembros. Hubiera preferido estar inconsciente.
Finalmente llegaron a una puerta de metal oxidado que estaba enmohecido en la parte baja. Uno de los guardias bajó la manija y empujó la puerta para abrirse paso tras el chirrido que esta causó. Arrastraron a Joan al interior.
—Vaya sorpresa —dijo una voz femenina dentro de la habitación—, la pequeña Joan ha regresado, aunque... ya no eres una pequeña, cariño.
De solo escuchar aquella voz, a Joan le dio jaqueca. Deya era la psiquiatra del Reformatorio B y Joan había asistido a sus terapias grupales por un año desde que entró ahí. Todo era miel sobre hojuelas hasta que Deya demostró lo buena que era en su labor y logró que la joven asesina dijera más de lo que hubiera querido decir sobre su pasado, lo cual hirió la parte más frágil de su ego. Entonces, Joan armó un escándalo para no pisar ese lugar de nuevo. De eso hacía casi un año y medio.
Los guardias sentaron a Forley en uno de los sillones dispuestos para que las presas que asistían a las terapias estuvieran lo más cómodas posibles en esa fría y casi totalmente oscura habitación. De alguna manera, Joan quedó en una posición decente y con la posibilidad de mirar a todas las presentes sin siquiera mover su cuello. Había alrededor de veintiséis chicas en el grupo, todas vestidas con su uniforme beige. Había algunas que tenían las muñecas esposadas y otras que cargaban un gran costal de contra peso en sus tobillos. Joan reparó en que Molly estaba ahí, como siempre, pero ella no estaba esposada, no había ni una sola cadena cerca de ella y Joan frunció el ceño preguntándose el porqué.
Editado: 23.12.2019