Joan Forley: Historia de Una Asesina

Día de Campo

           

    Después de pasar un largo rato en terapia con las demás chicas y de no haber hablado ni un poco más sobre su vida, una vez que pudo sostenerse por sus propias piernas, Joan se dirigió a su celda escoltada por sus guardias, quienes cerraron la puerta detrás de ella se colocaron en su aburrida y firme posición. Ella los ignoró y se abalanzó en la cama, cerró los ojos y suspiró antes de quedarse completamente dormida. 

 

        • • •

 

      Para mi octavo cumpleaños Alex ha organizado un día de campo para dos. Me he levantado desde muy temprano, hace frío y hay que caminar mucho para llegar a la reserva a la que él quiere llevarme. 

    Cuando llegamos, se las ingenia para meternos por un hoyo que está en la parte baja de la pared que separa la ciudad de la reserva. Es un muro gigantesco, pensado obviamente para que personas como nosotros no podamos tener acceso a lo que los demás tienen. 

    En cuanto entramos, me siento incómoda al instante, las personas que están aquí parecen ser ricas. Sus ropas están impecables, sus pieles lucen limpias y casi puedo percibir el olor a jabón y champú en el aire. Me miro la playera que me queda enorme, los pantalones sucios y los tenis rotos. 

    Me siento avergonzada, me siento menos. Y como siempre, Alex sabe lo que pienso.  

    —Estás preciosa —me dice con esa sonrisa suya que hace que todo esté bien. 

    Yo sé que no es verdad. Yo soy un desastre. 

    Me ruborizo y bajo la mirada mientras retuerzo mis manos. 

    —Vamos —me susurra y me toma de la mano, enseguida echamos a correr. 

    Me arrastra por el medio del bosque de la reserva. Pasamos muchos troncos caídos, me ayuda a cruzar uno que otro charco de lodo, me guía por las rocosas subidas que tenemos que enfrentar, al final, llegamos a un curioso prado que está casi en la cima de la montaña. 

    Hay muchos árboles a nuestro alrededor y, como es verano, sus hojas están teñidas de vibrantes tonos de verde. Me lleva al centro del prado, extiende la vieja manta que nos sirve de mantel y coloca un par de platos viejos y un par de vasos estrellados para ambos. Mira su obra de arte por un momento mientras frunce la boca.

    —Algo anda mal —comenta en tono suspicaz. 

    —¿De verdad? —pregunto con ironía. 

    Chasquea los dedos y se golpea la frente con la palma de su mano. Es un pésimo actor. 

    —La comida —dice. Guiña un ojo, da media vuelta y desaparece corriendo por los árboles. 

    —¡Alex! —lo llamo. No responde. 

    Suspiro y abrazo mis rodillas contra mi pecho. Cierro los ojos mientras escucho cómo en los árboles cercanos un par o dos de aves canturrean suavemente. Un ligero viento llega hasta mí y me trae el aroma de la vegetación. 

    Lo primero que pienso es que huele a verde. Sonrío. Las aves siguen cantando. 

    Muchos minutos después, justo antes de ceder al cansancio y recostarme en el césped, escucho las pisadas inconfundibles de Alex, fuertes y ligeras al mismo tiempo. Abro los ojos y levanto la cabeza de mis rodillas.  

     Él aparece trotando de entre los árboles. Su cabello castaño está un poco húmedo a causa del sudor, y alrededor de sus ojos cafés y en la punta de su nariz también se acumulan unas gotitas de sudor. 

    —Ta-dá —canta en cuanto saca un par de bolsas de su morral. Ha ido a robar comida. 

    Se hinca a mi lado y abre la primera bolsa: tiene dos contenedores con sopa caliente. Los pone encima del mantel improvisado y sigue con la segunda bolsa: dos contenedores, uno con carne recién asada y otro con verduras hervidas. Es la comida más completa y voluptuosa que he comido en meses. Antes de acomodarse en frente de su sopa, saca un par de cucharas del morral y me extiende una. 

    —Buen provecho —dice y comienza a comer. 

    Al igual que él, termino la sopa en un dos por tres, sin importarme que esté caliente y que me haya quemado la lengua al primer bocado. Saco el cuchillo que llevo siempre en el cinturón que evita que se me caigan los pantalones y corto un pedazo de carne para mí, la pongo en el plato y tomo un puñado de verdura para acompañar. 

    Sonrío al ver un plato servido para mí sola. No recordaba lo que era comer así. Él termina su comida mucho antes que yo y espera hasta que dejo el plato limpio. 

    —Bueno, no es ningún cumpleaños si no hay pastel. 

    Le sonrío emocionada. ¿Un pastel? 

    De su morral saca una pequeña caja de cartón pintada de colores. La abre y me encuentro con un pequeño pastel de chocolate que, para mi sorpresa, es nuevo. No tiene mordidas, no está sucio y es solo para nosotros. Alex comienza a silbar el himno a la alegría, la única melodía que ambos sabemos de memoria y que tiene un significado propio. Cuando termina, soplo la vela imaginaria mientras pido un deseo. Pido que él jamás se vaya. 



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En el texto hay: crimen, romance, accion

Editado: 23.12.2019

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