Las dos semanas de castigo de Joan habían terminado apenas. Después de todo, acabó por ir voluntariamente a las terapias de Deya, lo que causó que tuviera que usar solo un par de esposas por si acaso perdía el control. Ya no había anestesia en su cuerpo ni cadenas en sus pies.
Ella no había vuelto a hablar, pero había escuchado atentamente a todas sus compañeras.
Moe parecía estar superando el asunto de aquel asesinato. Incluso sus ojos habían adquirido un singular brillo y su piel parecía volver a su tono natural.
Una ladrona llamada Gia, no más talentosa que Moe, tenía problemas al distinguir qué era suyo y qué no, por lo cual varias de las otras reclusas tenían problemas constantes con ella.
Frida parecía estar sufriendo una dura depresión, cosa que confirmó lo que Joan había pensado desde la primera vez que la vio. Ella no pertenecía a ese mundo.
Otra asesina llamada Mia decía tener ganas de masacrar a cada persona en la prisión sin siquiera saber la razón. Forley observó que tenía un tic en las manos: las movía todo el tiempo de tal forma que parecían estar deformes y temblaban de una manera inquietante.
Además de las reclusas que ya conocía, Joan se encontró con una recién llegada: le decían Yui, o quizás así se llamaba. Su aspecto era completamente enfermizo, tenía los dientes triangulares y podridos en las encías, la piel extremadamente pálida y el cabello rubio grasiento. No habló nada, se limitó a mirarlas a todas de pies a cabeza.
A su vez, Joan miró a la chica de una manera grosera durante las últimas dos sesiones, fascinada y aterrorizada hasta cierto punto. La forma en que la tal Yui se movía escondía una agilidad tremenda, por no hablar del peligro implícito en su silencio sepulcral.
Aquel día, al salir de la sesión y después de comer un panquecito que Deya le había obsequiado —al igual que a todas las demás chicas de la terapia— Joan estaba sentada en uno de los bancos ubicados en el patio de recreo, observando y observando como siempre. Miró hacia el área de ejercicios, donde bastantes reclusas hacían actividades para mantenerse en la mejor forma posible. Algunas levantaban pesas, otras cruzaban una y otra vez por los pasamanos y las restantes ocupaban de una forma poco eficiente las estructuras diseñadas para trepar, hacer abdominales de cabeza y practicar resistencia.
Joan miró sus pies, quizá ya no podría escalar como antes. Tal vez empezaría a hacer ejercicio de nuevo, la excesiva comodidad estaba haciendo estragos en sus hábitos.
—¡Forley! —le gritó uno de los guardias.
Joan giró la cabeza y lo miró, cuestionándolo con la mirada.
—¡Tienes una visita!
Joan sonrió complacida, maliciosa. Una visita. Solo una persona la visitaba en el Reformatorio y esas visitas significaban nueva información sobre los sujetos a los que buscaba desde hacía años: los hombres de los tatuajes en los hombros que asesinaron a sus padres y su líder. Se levantó del banco y se dejó rodear por cinco guardias que la escoltaron al salón de visitas. Caminaron hasta el otro lado del Reformatorio, hacia la zona decente donde los visitantes no lograban divisar la realidad de las chicas atrapadas allí, la zona donde todo era nuevo y estaba limpio, la zona en donde los guardias tenían siempre una sonrisa en el rostro y hablaban con voz suave y amable. La zona de la fachada, la máscara.
Según le habían dicho, debido a su historial delictivo, a Joan se le permitía solo hablar con sus visitas mediante un teléfono y a través de un cristal. No había contacto físico, no recibía regalos ni paquetes. La sentaron en un banco viejo que rechinaba cuando ella giraba en él y sonrió de oreja a oreja cuando vio a Luis sentado enfrente de ella.
Descolgó el teléfono, se lo puso en la oreja y sonrió.
—Te ves fatal —fue lo primero que él le dijo.
—Gracias. Nada como un cumplido por la mañana —dijo rodando los ojos y empapándose en la frescura de Luis.
Sabiendo que las charlas que mantenían todas las personas en la sala eran escuchadas y grabadas, Joan y Luis se comunicaban en una variante de clave morse que ellos habían ingeniado mientras hablaban sobre trivialidades. Era algo simple: un nombre, una descripción física rápida y una dirección.
—¿Cuánto tiempo te queda? —preguntó Luis mientras golpeaba con su dedo índice derecho la mesa de su lado. Su pregunta fue solo para llenar el silencio, pues conocía de sobra las sentencias dejan y a la misma chica, en realidad no tenía nada interesante que preguntar.
Forley no tenía que escuchar los golpes, con solo ver cuánto se demoraba el dedo de Luis en la superficie de la mesa y cuántos golpes daba era suficiente.
Editado: 23.12.2019