Joan Forley: Historia de Una Asesina

Lluvia

Había pasado todo un mes desde el incidente con Yui.
Después de despertar en la enfermería, débil y desorientada, Joan se había negado a cruzar una sola palabra con cualquiera que se entrometiera en su camino. En vez de eso, se había empeñado en ser grosera, disgustar a las personas y buscar problemas con los guardias.
Cuatro días después de la pelea con Yui, cuando Joan regresaba a su celda, tuvo uno de sus curiosos ataques de rabia, que descargó sobre los guardias que la acompañaban, dejándolos inconscientes en medio del pasillo. Descaradamente, mientras ellos yacían tendidos a sus pies, Joan se sentó, abrazó sus piernas con sus manos encadenadas y se quedó mirándolos durante veinte minutos, hasta que otro guardia que pasaba por ahí pidió auxilio. Paty la había visitado en su celda un montón de veces y siempre gastaba saliva regañándola, pues la asesina apenas ponía atención. Ignoró también los saludos de Isa y Molly, y casi causó tres discusiones con las demás reclusas. Cuando se convenció de que estaba en condiciones de hacer ejercicio sin que sus heridas se abrieran o que su cabeza estallara de dolor, pidió ir a entrenar al patio de recreo y Paty, creyendo que ayudaría a que ella se relajara, accedió.
Una mañana, temprano, en cuanto llegó a la zona de ejercicios, todas las reclusas que estaban haciendo sus actividades allí se retiraron con cautela y se limitaron a observar su entrenamiento para intentar imitarlo después.

Así llevaba tres semanas. Se levantaba temprano, desayunaba, hacía ejercicio por cuatro horas, comía, leía por dos horas, salía de nuevo a entrenar por cuatro horas, cenaba, salía a ver a las demás reclusas entrenar, leía y se iba a dormir. Rutina.
Ya había repasado una y otra vez en su mente el plan de escape que estaba a punto de ejecutar, solo era cuestión de que los guardias comenzaran con una de sus absurdas discusiones para que Joan pudiera colarse por el techo para desaparecer toda la noche y regresar en la mañana; así como había hecho varias veces antes.
La chica fingía estar dormida, había trabajado durante las últimas noches para pulir su ya oxidada costumbre de fingir inconsciencia, y vaya que se le daba bien. Tenía puesto su uniforme beige y sus botas grises estilo militar, aquellas que todas las reclusas usaban. Había robado un reloj de muñeca de la celda de Gia la noche anterior mientras todos dormían. Lo miró con discreción: era poco más de medianoche.
Como si estuviese ensayado, los guardias comenzaron a charlar y dejaron de poner verdadera atención a la asesina.
—¿Deri? —escuchó que le preguntaba uno al otro.
—Sí, ya sabes, la chica con el tatuaje en la mejilla.
Joan frunció el ceño, realmente no quería poner atención, pero
tampoco podía callar a los hombres.
—Ya la recuerdo.
—Sí, pues... me acosté con ella la semana pasada.
—¡Hombre! ¡Qué premio! —le respondió el otro.
Joan rodó los ojos y puso cara de asco.
Decidió que era el momento.
En completo silencio bajó de la cama, avanzó en cuclillas hasta
la pared y se pegó a ella con la espalda. Esperó alguna reacción de los guardias, pero, a través de la penumbra, solo se escuchaban los detalles de aquella noche que el guardia compartió con Deri.
Se apoyó en las puntas de sus pies y estiró sus brazos para alcanzar la piedra movible que estaba en el techo. Con mucho cuidado de no hacer el más mínimo sonido, movió la piedra con la punta de sus dedos hasta que hubo el suficiente espacio para que pudiese escapar. Antes de impulsarse, metió el collar de plata en su camiseta para que no hiciera ruido, luego estiró los brazos, se aferró a los bordes y se impulsó hacia arriba.
Los extraños pasadizos que se encontraban entre cada piso del edificio conducían a todas partes, parecían haber sido pensados como una vía de escape si alguna emergencia acaecía en el lugar, pero seguramente habían sido olvidados hace mucho tiempo. Joan había salido varias veces por las noches a pasear por los conductos y terminó conociendo muchas más zonas de las que tenía permitido visitar.
Gracias a esas noches de insomnio y aburrimiento, ahora los guardias temían quedarse solos, pues la asesina les había dado varios buenos sustos que ellos atribuían a algún espíritu enojado que habitaba los pasillos. También había ido a observar a algunas de sus compañeras, verlas dormir, verlas leer... y a veces, solo a veces, platicaba con ellas. Si no estaba espiándolas, espiaba a Paty, quien acostumbraba ver películas setenteras muy tarde por la noche. Y si tampoco observaba a Paty, subía al techo y se tumbaba por horas a mirar las estrellas y la luna. Su luna.
Si ella lo hubiese querido, se hubiera marchado ya del Reformatorio y de la ciudad, pero no. ¿A dónde iría? ¿Con quién? Luis tenía su vida y ella no sería quien se la arrebataría. Y bueno, no podía regresar, así como así, a la vida de Matt... Además, allí no tenía que buscar comida o refugio, era más cómodo quedarse ahí. Suspirando en silencio, se arrastró por los rocosos y mugrientos pasadizos hasta que tuvo que subir una escalera vieja y oxidada para llegar al techo. Una vez allí, contempló por varios minutos la secuencia que llevaban las luces: mientras una apuntaba a la entrada, otra alumbraba el techo, otra la torre norte y una más el asta bandera. La segunda secuencia duraba mucho menos, mientras una apuntaba el patio, otra apuntaba a la torre sur, otra a la cafetería y la última a las habitaciones.
Observó que no hubiese nada que obstruyera su carrera en el techo, se agazapó, tomó aire y esperó a que la luz del techo desapareciera. Cuando lo hizo, corrió. Al llegar al otro extremo esperó otro par de segundos hasta que la luz del patio se apagó y la del techo se encendió nuevamente. Se pegó a la pared y se dejó caer como si derrapara. Ya en el suelo echó a correr inmediatamente. Cuando llegó al otro lado estaba casi sin aliento, pero no rechistó. El patio estaba oscuro, lo que significaba que la torre estaría iluminada. Esperó un par de segundos más y, cuando la luz regresó al patio, escaló lo más rápido y preciso que le permitieron sus extremidades, apoyándose en las imperfecciones y grietas en la pared. Subió a la torre y pasó por detrás de los guardias en completo silencio, se coló en las escaleras que bajaban a la sala de mantenimiento, allí donde se conectaban un montón de tuberías y conductos. Localizó el indicado, abrió la portezuela y entró con sigilo. Aún bajaba por la escalera cuando el asqueroso aroma de la porquería en el conducto asaltó su nariz, causándole arcadas que intentó controlar con enorme dificultad. Cuando pisó la mezcla inmunda tuvo que tapar su nariz con su antebrazo para no vomitar, y al notar sus ojos llorosos, parpadeó un par de veces para deshacerse de las lágrimas.
Caminó unos cuantos minutos, pasó por cinco alcantarillas y, a la sexta, subió la escalerilla para poder salir. Se asomó por una rendija para comprobar que no había ningún testigo, luego quitó por completo la tapa y salió con cuidado. Cerró la alcantarilla y se dirigió corriendo a un callejón muy cerca de ahí. Cruzó los dedos esperando que su paquete de ropa estuviera justo donde lo había dejado la última vez, hace varios meses. Retiró unos cuantos ladrillos de una pared antigua y vio la vieja mochila negra que se colgaba de un hombro. La abrió y se encontró con todo intacto.
Se desvistió con rapidez y en lugar del uniforme beige se puso unos pantalones de lycra negros, una camiseta gris y una sudadera negra de algodón. Cambió sus botas grises por unas negras del mismo estilo. Se puso unos guantes grises sin dedos y un gorro gris de lana. Metió un puñal en su bota derecha, entre el pantalón y el interior del calzado, y un cuchillo más largo y mucho más filoso del mismo modo en el lado izquierdo. Se miró en el espejo roto que había al fondo de la mochila; el corazón de plata colgaba de su cuello. Pero, lo que a pesar del tiempo transcurrido no dejaba de conmocionarla era su oreja izquierda, que le punzaba de una forma enloquecida como si le reclamara el esfuerzo que había hecho para escapar. Le dolía y la sensación bajaba por su cuello. Le faltaba la mitad del lóbulo, lo cual le otorgaba una extraña asimetría a su rostro.
Tomó una pequeña y vieja toalla de su maleta y secó su rostro empapado de sudor. Luego tomó un delineador de ojos color negro y se los maquilló con despreocupación, quizás aplicando demasiado.
Guardó la maleta en la pared, puso los ladrillos en su lugar y salió de allí, encaminándose hacia la dirección que Luis le había dado un mes atrás.



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En el texto hay: crimen, romance, accion

Editado: 23.12.2019

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