Joan despertó debido a la brillante luz que chocaba en sus párpados cerrados, se cubrió los ojos con la mano y los abrió poco a poco para acostumbrarse a la iluminación. Antes de que lograra enfocar su vista, se dio cuenta de que algo andaba mal.
La cama era muy suave y cálida, el aroma del lugar no era rancio como el del Reformatorio, sino fresco. El aire era ligero, seco. Se incorporó muy rápido y casi chocó con una repisa repleta de libros que había a su lado derecho. Por un momento se sintió confundida y desorientada, pero después de repasar en dos segundos los sucesos de la noche anterior, cayó en la cuenta: Alex.
Miró a su alrededor. La habitación estaba pintada de un tenue color azul como el cielo al amanecer. Además de la cama, que estaba pegada a la pared y tenía un ventanal en la cabecera, había un escritorio de madera oscura, un televisor sobre una mesa también de madera, un armario y muchos más libros regados por todos lados en un ordenado caos. Levantó las sábanas y se encontró vestida con un pijama de franela que le quedaba absurdamente grande, seguramente sería de él. Pero... ¿dónde estaba Alex?
Luego se dio cuenta de lo mal que estaba aquello. Dejó de lado el hecho de que Alex le hubiera cambiado la ropa o que estuviese en su casa, lo que hizo que la chica estrellara la palma de su mano en su frente fue la hora.
Obviamente acababa de amanecer y los guardias seguramente ya se habían dado cuenta de su ausencia desde hacía algunas horas por lo que ya estarían intentando encontrarla. Ahora era una fugitiva.
—¡Mierda! —exclamó ella en un susurro.
Adiós a la rutina, adiós a la comodidad, adiós a la indiferencia. Comenzó a trazar un plan en su mente para escapar de Alex: podría salir por la ventana y correr como bólido hasta el Reformatorio o hasta la alcantarilla que...
Se detuvo.
¿Escapar de Alex? Lo había extrañado tanto, había llorado por él durante tantas noches, había alucinado su voz y sus ojos durante tanto tiempo, ¿y ahora quería librarse de él para regresar a prisión? Sin duda estaba loca.
Y también estaba enojada. ¡Estaba furiosa! Tantos años y Alex no había regresado por ella. Seis años en los que Joan se había sentido como un bicho sucio, deforme, maldito e insensible por haberlo dejado tendido aquella noche en la que lo creyó muerto y nadie pudo haberle dicho: «Ey, tranquila, en realidad él está vivo mientras tú te pudres en la culpa».
Estaba enojada y hubiera podido clavarle un cuchillo en la entrepierna por la simple necesidad de hacerlo sufrir tanto como ella sufrió todo ese tiempo en las sombras. Cerró los puños estrujando las mantas y apretó los ojos. Tenía un nudo enorme en la garganta que no sabía si en algún momento podría destensarse. Cómo odiaba esa sensación.
«No voy a llorar, no voy a llorar».
En ese momento, la puerta se abrió con titubeo y una bandeja de comida apareció ante la vista de la asesina. Luego, Alex, serio como siempre.
Joan lo miró con el ceño fruncido y los ojos entornados. Él le sostuvo la mirada, era la única persona que podía hacerlo. La asesina recorrió con los ojos el cuerpo de él.
Definitivamente ya no era un adolescente como la última vez que lo vio. Llevaba puestos unos jeans, un par de tenis blancos y una playera blanca de algodón que se le pegaba en el área del pecho. Se notaba que aún hacía ejercicio, su torso era amplio y sus brazos se notaban fuertes. Pero aun así no lucía tosco o muy grande, sino ágil.
Joan regresó a su rostro y vio en él al muchacho que la había cuidado por ocho largos años, aquel que había pelado con otros para que no se atrevieran a tocarla, aquel que la alimentaba y el que le enseñó a defenderse, incluso de él mismo.
Su cabello estaba corto, apenas le rozaba las cejas negras. Sus ojos color chocolate brillaban de alegría, aun cuando las ojeras que estaban debajo delataban lo cansado que estaba. Su nariz era recta y un poco respingada. Sus labios estaban tensos debido al estado de alerta en el que siempre se encontraba. Pero lo que más apreció Joan de su rostro, fue esa cicatriz lineal que recorría toda su mejilla derecha, desde la sien hasta la barbilla, y que siempre le recordaba que Alex no era perfecto. Y que de ese modo lo quería.
Se quedaron así por unos minutos, mirándose. Joan se sintió cohibida cuando él le recorrió el rostro con la mirada observando cada detalle y casi enrojeció cuando recordó que él le había cambiado la ropa. Alex la miraba distinto. Distinto a aquella mirada de hermandad o complicidad, ahora parecía apreciar cada rasgo por mínimo que fuera.
Fue él quien rompió el silencio.
—Te traje el desayuno —dijo titubeando—. Una vez dijiste que te gustaría el desayuno en la cama. Jamás pude cumplir ese deseo tuyo y, pues, ahora...
Joan se sorprendió, jamás había escuchado al sarcástico y cínico de Alex Onetto titubear o dudar de sus palabras. Ella asintió lentamente. Él dejó el desayuno en el escritorio, se sentó en la silla y la miró. Joan se sintió nerviosa por primera vez en mucho tiempo, no sabía qué hacer. ¿Qué le dices a alguien que ha regresado de entre los muertos?
Necesitaba tiempo.
Necesitaba pensar qué haría con él y qué haría para que no la encontraran. No iba a detenerse, iba a buscar a cada uno de los hombres que asesinaron a sus padres y les daría una muerte dolorosa, pero en esos momentos su mente no funcionaba como solía hacerlo.
—Yo, uhm... necesito asearme —balbuceó ella midiendo las reacciones de Alex.
Editado: 23.12.2019