Ojalá tuviese una rosa o un tulipán. Creo que los claveles también son flores. Entonces, ojalá tuviese un clavel. Pero no sé qué flores le gustan a ella y, si lo supiera, aun así, no tengo el dinero para comprarlas. Aunque podría robarlas y eso sería mucho más sencillo.
—¡Alex! —me grita.
Dejo mi intento de caña de pescar a un lado y me giro hacia ella. A sus diez años puedo adivinar que será muy guapa cuando crezca y me siento orgulloso de eso. Sus ojos casi negros me miran sonrientes, mientras en su mano derecha sostiene triunfante un pez que aún se agita a falta de agua.
—Genial —la felicito—, el desayuno corre hoy por tu cuenta.
Me sonríe victoriosa.
Me levanto del suelo y quito con algunos golpecitos la tierra que se ha pegado a las rodillas de mis pantalones. La alcanzo unos metros más allá y me da el ya muerto pescado.
—¿No hay sopa? —le pregunto en broma.
Me mira con ojos entrecerrados, arruga la nariz y saca su lengua. Me río, siempre divertido por su simplicidad.
Me dirijo hacia la fogata que hemos encendido juntos antes de iniciar la pesca. El bosque en el que nos encontramos esta vez está bastante cerca de un pequeño pueblo que vive de lo que cosecha, así que no se molestan en buscar problemas con un par de niños vagabundos que hacen fogatas por las tardes para no morir de hambre o de frío.
Tomo una rama lo suficientemente resistente e inserto en ella el pescado de forma horizontal, luego lo coloco sobre las llamas que parecen lamerlo con ansias. Escucho que Joan patea algunas piedras que caen al lago y de reojo miro que lo hace con gesto pensativo. Me pregunto en qué está pensando. ¿Sabrá qué día es hoy? ¿O festividades como esta aún le pasan desapercibidas? ¿Sabrá siquiera que estamos en febrero?
A veces me pregunto incluso si sabe en qué día vive. Yo estoy acostumbrado a contar los días, contando los días se pueden contar los meses y si sabes los meses puedes contar fácilmente los años. Pero jamás le he enseñado a mantener la cuenta y parece que solo tiene noción del tiempo cuando vamos al pueblo, o a cualquier lugar que tengamos cerca, y escucha la fecha en alguna conversación ajena. Y solo parece interesarle si está próxima al 5 de julio.
Una vez que el pescado está lo suficientemente cocido, la llamo para comer y se deja caer a mi lado sobre la tierra. Tomo mi cuchillo y rebano el pescado justo por la mitad, un filete para ella y un filete para mí. Ella toma su pedazo y lo coloca sobre una piedra a su lado, hace una mueca cuando se quema un dedo y se dedica a soplar para que su comida se enfríe. Me dedico a partir en pedacitos mi filete y me quemo un par de dedos en el proceso. Pienso que quizá lo dejé demasiado tiempo en el fuego.
—Quiero irme —me dice ella de pronto.
Levanto la cabeza para mirarla y aparto de un resople un mechón de cabello de mi cara.
—¿Qué?
—Quiero irme, Alex.
—¿Por qué?
—Porque llevamos tres meses comiendo solo pescado y papas quemadas —refunfuña.
—La papa tiene mucha proteína —protesto sonriéndole.
Ella me dedica un puchero y yo suspiro.
—¿Y a dónde quieres ir?
Hace un gesto pensativo y luego se lleva un pedacito de pescado a la boca. Cuando termina de masticar, responde:
—Cerca de una ciudad.
—Detestas la ciudad —respondo automáticamente.
—Por eso dije «cerca de».
Giro los ojos.
—¿Por qué cerca de una ciudad?
—Porque hay más comida para robar y es más fácil hacerlo.
Odio que tenga razón. En los pueblos, todo mundo conoce a todo mundo, así que es muy difícil robar un simple tomate sin que nadie se entere y, en las ciudades, todos están tan ocupados con su vida que nadie se interesa por lo que le pase al otro. Odio tener que ceder. Odio darle la razón.
Y odio el pescado y las papas.
—De acuerdo —digo entre dientes—, mañana nos vamos.
Ella sonríe victoriosa y yo giro de nuevo los ojos.
Para cuando terminamos de comer, ella se tiende sobre el pasto y comienza su tarea diaria de observar las nubes. La miro por un momento antes de levantarme y sacudirme algo de pasto de mis viejos pantalones. Comienzo a caminar hacia el pueblo.
—Vuelvo en una hora —le anuncio.
—Voy contigo —me dice de inmediato.
—No —la corto—, voy solo.
Camino de espaldas a ella, así que no puedo verla, pero estoy seguro de que se ha cruzado de brazos y ha fruncido el ceño. Sonrío.
Primero me encuentro con un puñado de huertos al borde del pueblo, pero conforme voy avanzando me encuentro cada vez con más casas hasta que son lo único que me rodea. Son sencillas, hechas de ladrillo rojo que emanan calor cuando paso cerca de ellas. Finalmente, atravesando el rojo mar de residencias, llego a la plaza principal donde un montón de comerciantes anuncian a gritos su mercancía.
Me siento en una de las banquillas que están disponibles y disfruto en secreto del bullicio. Es extraño, Joan disfruta del silencio y yo me regocijo en el ruido. Supongo que algún día lo entenderé.
—Alex —escucho mi nombre.
Reprimo una sonrisa y me giro.
Editado: 23.12.2019