18 de noviembre de 1978. Selva de Guyana.
El aire olía a muerte. Bajo la densa humedad de la jungla, cientos de cuerpos yacían esparcidos por el suelo. Mujeres, hombres, ancianos y niños formaban un tapiz macabro, alineados en el centro de lo que alguna vez fue su refugio: Jonestown.
El silencio era absoluto, roto solo por el zumbido de los insectos y el eco lejano de la selva. Entre los cadáveres, algunos con espuma en la boca y otros abrazados en sus últimos momentos, destacaba el cuerpo de un hombre: Jim Jones, el líder de la secta, con un disparo en la cabeza. Él no había bebido veneno como el resto.
Horas antes, sus seguidores lo habían escuchado predicar por última vez. Con voz tranquila pero firme, les habló del “acto revolucionario” que debían cumplir. Les dijo que el enemigo venía por ellos, que la única salida era la muerte. Y ellos obedecieron.
Cuando los primeros rescatistas llegaron al campamento, la escena los dejó sin palabras. No había señales de lucha. 900 personas habían muerto sin resistencia. Ni siquiera los niños.
¿Cómo pudo ocurrir algo así? ¿Cómo un solo hombre logró convencer a tantos de abandonar sus vidas sin dudar?
Este es el relato de Jonestown: La Masacre. Una historia de poder, fanatismo y muerte. Una historia de la que nadie salió ileso.