Joseph el tendero

Capítulo 1.1 Joseph el tendero.

Fue el ruido de los obreros y albañiles lo que le hizo abrir un ojo.

Una versión más joven de él habría maldecido y amenazado con destruir la ciudad, pero si algo tenían el paso de los siglos era que te hacían madurar. O al menos, te volvían más precavido. Sobre todo cuando corrías el riesgo de morir si aquellos a los que amenazabas podían aliarse y destruirte. No sin esfuerzo, claro está. Vendería cara su vida, pero sería destruido igualmente, al fin y al cabo.

Joseph (pues ese era su nombre ahora), se levantó de la cama y abrió la ventana junto con sus postigos para ver cómo era el día que se avecinaba.

El invierno se había impuesto hacía cosa de dos meses y tardaría en ser sustituido por climas más cálidos. Personalmente, a él no le afectaba ni lo uno ni lo otro, pero si le daban a elegir, prefería sin lugar a dudas los días cálidos.

En resumen, pensó, un gran día gris, frío y lluvioso en la ciudad de Targos.

Los trabajadores que lo habían despertado se dirigían a la muralla en construcción, al este de la población. La estaban levantando entre esta y el río Aerial para defenderse de los ataques de sus vecinos del norte, que tenían una larga tradición en lo que al asalto por el río se refiere.

Joseph realizó sus abluciones matinales y bajó al primer piso donde se preparó para abrir el negocio. Regentaba una tienda de antigüedades que también hacía las veces de casa de empeños.

La situación le parecía irónica, dado que su especie siempre había sido famosa por atesorar lo que los hombres más deseaban. Y la gente solía equivocarse al pensar que eso era el dinero.

Sí, es verdad que la vil moneda era causa de envidia y de deseo, pero la humanidad había llegado a codiciar toda clase de objetos y artefactos, muchos de ellos con un valor histórico o sentimental que hacía difícil estimar su precio material o económico.

Una vez todo listo, se hizo un té y se apoyó sobre el mostrador mientras miraba hacia la puerta. Sus clientes solían poder encasillarse en cuatro categorías bien diferenciadas:

Los que querían algo que realzara su prestigio, ya fuera una antigüedad o lo que había sido propiedad de otro; y si ese otro era un rival, mejor.

Los que no sabían lo que querían hasta que lo veían; estos en general no compraban nada y simplemente tenían mucho tiempo libre.

Los que acudían para venderle algo, propio o robado, y Joseph solo atendía a los primeros, dado que normalmente los objetos que querían venderle eran preciados para ellos y acudían empujados por la necesidad.

Y finalmente, estaban los que no buscaban nada, sino que lo querían a él.

Esos eran los peores. Su presencia solía estropearle el día rápidamente.

Y todo porque se había resistido desde el principio en participar en los juegos que todavía algunos querían mantener, fueran samveriles o de otras razas como la suya.

Los samveriles eran entes puramente conceptuales que, después de nacer y mantenerse gracias a la voluntad de las personas, habían decidido que lo mejor era no arriesgarse a que los humanos los olvidaran, o peor, que los cambiara por otros.

Razón por la que mucho tiempo atrás tomaron medidas. Y desde entonces la humanidad estaba estancada en su falta de ilusión, de inventiva e imaginación.

Aquello era una crueldad.

Y cada uno de ellos se comportaba como un sapo gordo cuyo nenúfar se apoyaba sobre ese mar en calma de personas anquilosadas.

Por otra parte, es verdad que no se podía decir que se estuviera manteniendo del todo “neutral”. A día de hoy, y a diferencia de sus semejantes, no había hecho ningún esfuerzo por sabotear o desalentar a los habitantes de aquella población que pretendían instalar un sistema de raíles entre el río y la ciudad para mejorar el tráfico de mercancías.

La idea podía parecer inofensiva, pero esa pequeña muestra de iniciativa provocaba terror. Algunos pensaban que la poca voluntad que le quedaba a la humanidad solo debía tener un objetivo: mantenerlos a ellos.

A Joseph, por el contrario, le satisfacían los instintivos impulsos de cambio y mejora de las personas, sobre todo de las grandes masas como la de aquella ciudad.

Sin duda disfrutaba de una perspectiva única, y no pensaba permitir que nadie se lo arrebatara. No es que hubiera tomado partido, sino que tenía su pequeño orgullo.

Después de todo, era un dragón.




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