Joseph el tendero

Capítulo 1.3 La amiga y la amenaza

Tilín tilín.

Joseph puso su mejor gesto de bienvenida y se colocó detrás del mostrador.

Se llevaba bien con aquella criatura, pero todo el mundo sabía que para encuentros sociales debían consultárselo primero.

Lo que significaba que aquella visita no lo era.

—Buenas tardes, Joseph —le dijo la samveril con la apariencia de una joven noble en edad casadera.

Tenía el pelo recogido en un moño alto rodeado de pequeños rizos castaños que caían en cascadas sobre su nuca mientras sujetaba con ambas manos un bolso blanco y una pamela fina del mismo color.

—Buenas tardes a ti, Clotilde —respondió él, mirándola de arriba a abajo—. Jamás pensé que ese verde turquesa pudiera lucir tan apagado en alguien, ni que mi tienda pareciera tan indigna como cuando tú entras.

—¿Hay un insulto encubierto o es mi imaginación? —preguntó la criatura, dirigiéndose a él con una sonrisa contenida.

—Lo hay, aunque es rebuscado. Adivino que no has venido a comprar una rueca de segunda mano.

Clotilde terminó el recorrido que la llevó hasta el tendero, en tanto que sus labios se tensaban en un gesto de fastidio.

—Ya sabes qué hago aquí —replicó, apoyándose sobre el mostrador—, tienes que dejar lo que estás haciendo.

—¿Y qué se supone que estoy haciendo? —preguntó Joseph con una mueca divertida.

Clotilde inclinó levemente la cabeza. Y sus ojos se tornaron serios.

—Para de financiar los gastos del Capítulo.

Joseph se rió con travesura.

El Capítulo era como se llamaban a sí mismos un grupo de hombres que abogaban por el estudio y la educación para enriquecer la ciudad.

Muchos de ellos también lo veían como una forma de escalar en el orden estamental, lo cual resultaba peligroso. Pero solo su subordinación a la corona los había salvado. Eso, y su habilidad para mostrar a los nobles las ventajas económicas de la investigación.

Donaciones anónimas y guardias convenientemente poco curiosos también estaban ayudando a la supervivencia del movimiento.

En realidad han tardado bastante en descubrirlo, pensó el tendero.

—Hasta donde yo sé, con mi dinero hago lo que quiero —terminó por decir Joseph, dándole un sorbo a su té y observando a su interlocutora por encima del borde de la taza.

Clotilde resopló con desgana, y empezó a pasearse por la tienda, toqueteando algunos de los objetos. Minutos después, se sacudió el polvo de los dedos como la esnob que simulaba ser, mientras decía en voz alta:

—Ya sabes que a la mayoría de nosotros no nos gustan los cambios. Es más, hacemos un gran esfuerzo para que todo siga igual.

—Yo no estoy cambiando nada —replicó Joseph en tono serio. Cruzó los brazos sobre el pecho y continuó—. Llamas "gran esfuerzo" a supervisar, ahogar y prohibir que la humanidad haga lo que está en su naturaleza, lo cual ya deberíamos saber que es imposible.

—No es imposible —le rebatió ella.

—Sí lo es. Lo veo a diario. Y yo me dejo llevar por ellos —insistió el tendero levantando cómicamente los brazos—, a ver a dónde me conducen.

—Para empezar, te están llevando de cabeza hacia muchos problemas —dijo la joven volviéndose en su dirección. Dejó que el silencio pesara unos segundos, antes de continuar:

—Me han enviado porque saben que siempre nos hemos llevado bien. Vengo a advertirte: si no cejas en tu empeño ni te atienes a tu abstención de aquel entonces, alguien acabará sugiriendo alguna acción contra ti.

Joseph bajó los brazos y apoyó una de sus manos en su cintura, a la vez que con la otra sujetaba la taza. Parecía buscar algo en el fondo del recipiente con el ceño fruncido, sin alzar la mirada.

Clotilde suavizó el gesto y se acercó más a él. Le acarició la mano y se dio media vuelta dispuesta a irse, pero Joseph le habló antes de que llegara a la puerta.

—Si hubiera podido adivinar los siglos de aburrimiento y soledad que aquella abstención me iba a reportar, me habría negado con uñas y dientes hasta la última consecuencia.

La joven se volvió y miró a su amigo, que no había mudado la postura, pero la contemplaba muy serio, dejando entrever la violencia que encerraba su mirada.

—Entonces, ¿no vas a parar? —le preguntó.

—No.




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