Ser el único ocupante de una taberna tenía sus ventajas: nadie lo molestaba. Aunque también es verdad que existían algunos inconvenientes. Por ejemplo, el tabernero no le servía; y esto era porque tres días atrás le había dado una bolsa de oro para que abandonara el lugar con su familia.
Joseph estaba sentado en uno de los taburetes en el vértice de la barra, desde donde podía vigilar todas las entradas. Había mantenido la chimenea encendida y el local en un relativo orden, dado que no era su intención hacer pillaje o arriesgarse a romper las botellas de buen vino del lugar.
Habían pasado dos meses del ataque acaecido en su local, y desde que ocurriera se preguntaba cuál debía ser su siguiente paso. Después de mucho recapacitar, llegó a la conclusión de que lo primero era conocer el tablero: saber quiénes eran los jugadores, qué movimientos estaban haciendo y, más importante que todo eso: por qué.
No se consideraba a sí mismo un revolucionario o un disidente —pensó con una leve sonrisa, imaginándose aleteando los brazos con frenesí al grito de “revolución o muerte”—, así que el ataque debía venir motivado por algo más grande.
Lo habían tomado por un auténtico insurgente.
Eso solo significaba que alguien, en algún sitio, estaba luchando activamente para sacar a la humanidad de su estancamiento.
Unos ruidos lo arrancaron momentáneamente de su discurso interno. ¿Sacarlos de su estancamiento? —pensó—. ¿Y quién los saca de sus propios instintos?
Tres hombres entraron corriendo en la taberna, tan pendientes de mirar por la ventana y atrancar la puerta que tardaron en darse cuenta de su presencia, lo que le dio tiempo a Joseph para estudiarlos, si bien no había mucho que adivinar.
Desertores.
No llevaban ni bolsas ni zurrones. Vestían únicamente el gabesón acolchado cubierto de manchas de sangre y óxido del peto que seguramente habían dejado entre los árboles de fuera, junto a sus cascos y demás pertrechos.
Ni una sola marca heráldica. Ningún escudo de armas que los identificara. Pero la verdad era que se delataban solos.
—¡Eh! ¿Quién es ese fulano?
Los tres se volvieron hacia él. El que lo había visto llevó su mano de forma instintiva a su cinturón, sin embargo, allí no tenía nada, así que se agachó y sacó una daga de la bota.
Joseph levantó las manos con gesto apaciguador, aunque sin separar los codos de la barra.
—Tranquilos —les dijo con voz suave—, solo estoy de paso.
Ahora que los tenía de frente, pudo observarlos mejor: un soldado arrepentido, un truhán y un joven que no tendría más de dieciséis años. No había nada de especial en ellos, excepto quizás en el mozo. Un muchacho rubio, despeinado y barbilampiño que parecía tenerle más miedo a él que el que Joseph podría sentir.
Bueno, él no les tenía miedo. Se entiende la analogía.
—¿No deberíamos irnos? —preguntó el muchacho, confirmando la opinión de Joseph.
—Sí, aún no nos hemos alejado lo suficiente —añadió el soldado.
Pero el truhán, que obviamente era el que tenía la daga, negó con la cabeza:
—Aparte de esta posada, lo que hay a la redonda son caseríos con guarniciones. Recordad la logística, muchachos —les instó alzando la daga para apoyar sus palabras—. No, lo mejor que podemos hacer es desplumar a nuestro amigo y escondernos en el sótano.
—¿Por qué? ¿Y c…cómo sabes que hay sótano? —tartamudeó el joven.
—¡Estúpido! —le increpó el truhán, mientras el soldado los miraba de reojo para que bajaran el tono—. Cuando estuvimos aquí la última vez, la cerveza estaba fría, ¿verdad? ¿Por qué te crees que es?
—Caballeros —les interrumpió Joseph sin apartar la vista del truhán—, si les interesa mi opinión, deberían partir pronto hacia el sudeste, a las montañas. Allí no encontrarán guarniciones amigas ni enemigas… —por un momento dudó en continuar, pero no pudo contenerse—. Logística, muchachos, ¿verdad?
El joven y el soldado se giraron para mirar al truhán, que parecía estar a punto de babear mientras rechinaba los dientes.
—Maldito pedazo de…
—¿Son eso caballos? —volvió a interrumpir Joseph.
Porque, efectivamente, se escuchaban cascos acercándose. Lo que hizo que todos entraran en frenesí: el soldado corrió las cortinas y empezó a atrancar la puerta. El joven cogió un cubo de arena colocado al lado de la chimenea y esparció su contenido sobre las brasas, apagándolas lo más rápido posible.
El truhán, en cambio, consideró que aquel era un buen momento para vengarse de Joseph, o quizás pensaba tomarlo de rehén. El caso es que avanzó hacia él mostrándole sus dientes amarillos y picados mientras su brazo armado hacía pequeños gestos, como anticipándose a la sensación de ensartarlo.
—Por ahí no paso —susurró Joseph que, bajándose del taburete y sin esperar la embestida, desarmó a su rival en dos ágiles movimientos y aprovechó que le sobraba tiempo para darle un giro antinatural al antebrazo de su oponente.
El doble chasquido retumbó por toda la taberna, deteniendo los movimientos de sus compañeros de una forma tan brusca que rivalizaba con el ímpetu mostrado antes para ocultar su presencia allí.
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Editado: 23.11.2025