—Joseph. Comerciante de Targos, para servirle, honorable caballero —contestó el tendero. Se bajó del taburete y se inclinó en lo que esperaba fuera una muestra de respeto.
El cabo —como pudo comprobar Joseph cuando vio el galón—, parecía tener un perfecto dominio de sí mismo. Aunque en su mirada podían verse trazos de cansancio, resignación y sentido del deber.
—Un placer —dijo simplemente el cabo—, entenderá usted que esto es una zona de guerra y que se le ha encontrado en compañía de unos desertores.
—No está con nosotros —interrumpió el joven, consiguiendo levantar la cabeza desde su precaria posición.
El cabo lo miró a la cara y su postura se relajó de manera imperceptible para el ojo humano —lo cual no aplicaba a Joseph—, que aprovechó para interceder:
—Es cierto. Tengo un documento de la cámara de comercio y con el sello del secretario real que me autoriza a viajar por estas tierras, incluso en tiempos de guerra —declaró. Metió la mano en su jubón y sacó un pergamino— Igualmente, debo señalar que no tengo dudas de que ambos —añadió haciendo un gesto hacia el soldado y al joven— fueron engañados por su compañero, el gentil hombre que tiene el brazo roto.
El truhán empezó a quejarse y a farfullar, lo que le valió un par de golpes por parte de uno de los milicianos. El cabo, entretanto, avanzó hacia Joseph con la mano tendida. Algo parecido a una sonrisa triste hacía que le salieran arrugas en los bordes de los ojos.
El militar tomó el documento y lo leyó con atención. El cabo respiraba pesadamente. Siente pesar —se dijo a sí mismo el tendero, imaginándose lo que vendría a continuación.
—Bueno, no alarguemos más esto —sentenció el cabo devolviéndole el pergamino y encaminándose hacia la puerta sin mirar atrás—. Todos, al punto de reunión con el sargento. Él decidirá.
Joseph se levantó del taburete y esperó a que los demás salieran, hasta que uno de los soldados le indicó que, por favor, los acompañara. Sugerencia que cumplió sin reticencia. Salió del local y fue a por su caballo, que estaba en un pequeño establo adherido al edificio principal.
El grupo partió de la taberna y, dado que los prisioneros iban a pie, iniciaron el camino a un paso que fuera fácil de seguir para todos.
El tendero no tenía intención de adelantar a nadie, mas su caballo tenía el paso vivo, por lo que poco a poco fue avanzando a través de la pequeña columna hasta que escuchó una voz que le decía:
—¡Hey! Muchas gracias por defendernos.
Era el joven. Lo miraba con ojos brillantes de agradecimiento. Una expresión que contrastaba notablemente con la de los otros dos desertores, encerrados en ellos mismos.
Joseph frenó un poco el paso.
—No hay de qué, aunque… tú me defendiste primero.
El joven sacudió la cabeza con una sonrisa mientras decía en voz baja “era lo justo”. Mas Joseph alcanzó a oírlo.
—¿Cómo te llamas?
—Mairus —contestó con expresión expectante. Y no era para menos: siempre se sorprendían.
—¿Mairus? ¿De dónde demonios eres?
El joven soltó una carcajada clara y limpia.
—De un pueblecito de la costa este, cerca de Carín.
—¿Y qué haces aquí, muchacho?
—Leva de su majestad el rey —replicó Mairus con cierta tristeza—. Yo quería ser herrero. Pero supongo que eso tendrá que esperar.
Joseph guardó silencio durante unos minutos. Hacía tiempo que no hablaba con nadie fuera de su tienda y estaba claramente oxidado. Poco le importaba lo que les sucediera a aquellos tres, pero... ¿acaso no había iniciado aquel viaje por “ellos”? Por toda la humanidad atrapada en el estancamiento.
El tendero se volvió de nuevo hacia el joven:
—¿Era tu primer combate?
—Bueno, no sé. Quizás mi primera batalla, pero he estado en escaramuzas y eso.
—¿Y qué ha pasado esta vez?
Mairus miró el vacío, claramente buscando la respuesta. Hasta que pareció encontrarla.
—El ruido. Lo primero que me dejó paralizado fue el ruido —comenzó a explicar mirándolo a los ojos—. Luego, yo no sabía los planes del comandante. Solo sé que de pronto, mirara donde mirara, veía enemigos. Así que empezamos a recular… a recular… y a recular. Hasta que nos convertimos en una desbandada.
Aquel momento debió de haber sido especialmente caótico, ya que Joseph podía ver los pequeños espasmos de sus ojos y la crispación de sus dedos.
Aun así, la curiosidad impelía al tendero.
—¿Cómo te salvaste?
—Jeje… —rió con tristeza el joven, mirando al cielo—. Carga de caballería. Todo formaba parte del plan. Pero yo no dejé de correr hasta que me encontré con otros como yo —terminó diciendo, señalando con la cabeza a los otros dos desertores.
Aquella era una historia más, pensó Joseph para sí. Aunque no de las que le gustaba escuchar.
—¿Tu familia sabe dónde estás? —preguntó finalmente.
Mairus negó con la cabeza.
—Mi madre y mis hermanos —puntualizó haciendo una pausa— creen que sigo en el campamento. No… no quise preocuparlos.
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Editado: 07.12.2025