Joseph el tendero

Capítulo 2.3 El Suspiro

Al volver el silencio, los guardias prepararon de nuevo el proceso.

Joseph notó que alguien lo miraba.

Era el soldado. Que lo contemplaba como una estatua.

El tendero le devolvió la misma expresión: estoica. Sin nada que decirse realmente. Quizás estuviera pensando en cómo lo había incitado a no apoyar al truhán. O quizás hubiera querido ser el primero. La verdad es que cuando todo estuvo listo de nuevo y el guardia le preguntó sus últimas palabras, su gesto se quebró con resignación.

Miró a su verdugo un momento, y luego volvió a mirar al tendero para decir:

—Gracias.

Joseph hizo un gesto de comprensión con la cabeza. Esperó a que le cubrieran con la arpillera y a que todos estuvieran en posición.

Llegado el momento, se repitió el mismo proceso que con Mairus y con los mismos resultados: muerte inmediata.

Rápida y relativamente indolora.

Los dos guardias empezaron de nuevo a preparar el material, sin embargo, el tendero les dijo que esperasen un momento y se dio la vuelta para ir a buscar su montura.

—Con vuestro permiso, de este me encargo yo —anunció, alcanzando las riendas de su jaco al que hasta ahora había estado preparando la soga.

Este la cogió lentamente. Ambos milicianos lo miraban dubitativamente.

—No os preocupéis —les dijo sacando más monedas—. Será ejecutado. Pero necesito unos momentos a solas.

Los soldados se miraron brevemente, hasta que el verdugo alzó los hombros, haciendo que su compañero llevara el caballo de Joseph hacia el lugar correspondiente.

Poco después, los milicianos abandonaban la zona, dejando al tendero solo con el truhán atado y amordazado.

Joseph se sentó en un tocón cercano y esperó, paseando la vista por los alrededores e ignorando completamente al truhán, a quien la dilación le estaba pareciendo una tortura e intentaba aprovechar el momento para hablar con él, sin éxito.

Minutos después, un cuervo se posó en una rama cercana, contemplando la escena con sus ojos amarillos.

En ese momento, Joseph chasqueó la lengua y su jaco comenzó a avanzar lentamente.

El truhán empezó a debatirse debido al pánico y a gritar, si bien lo único que se escuchaba eran sonidos amortiguados por la tela, que se convirtieron en un gorjeo cuando sus pies se levantaron del suelo.

Quizás fueran imaginaciones suyas, pero existía una diferencia visceral entre ambos tipos de ejecuciones. Mientras que la muerte del soldado y Mairus había sido brusca y marcada por el rápido siseo de la soga rozando sobre la rama, el “¡chac!” del cuello y el “pom” del golpe, la muerte del truhán se definía por el gorjeo y el silencio. Un silencio que parecía acrecentarse e inundar el bosque, de forma que daba la sensación de que todo el universo estuviera pendiente de la fuerza con la que aquella criatura intentaba inhalar, mientras se ahogaba con su propia lengua y saliva.

El cuervo empezó a graznar y a sacudir las alas, impacientándose. Joseph se encogió de hombros y lo miró como diciendo “¿y a mí qué me cuentas?”.

Apenas habían pasado diez segundos del último espasmo del truhán cuando el cuervo saltó desde su rama hasta el hombro de este, y empezó a picotearle un ojo.

—Sabía que te gustaría —comentó el tendero en voz alta, levantándose de su asiento—. Aunque sabes que no debes tomarte lo del saco sobre la cabeza como algo personal, ¿no?

El cuervo no dejó lo que estaba haciendo. Una voz profunda y tónica, como si hablara desde el interior de una campana, se dejó oír en el aire:

—Eso es debatible. Actúan así para no ver los ojos rojos sobresaliendo, la lengua negra caer sobre el mentón… —respondió, dejando que las vibraciones de la “ene” resonaran a su alrededor—. Quizás sea cierto que es una visión que corta el apetito. O que atenta contra la dignidad de aquel que pasa. Pero al final… no quieren que se les recuerde su propia mortalidad.

Joseph asintió de lado, dando a entender aquiescencia, y su vista se fijó en el cuerpo del joven Mairus.

—Espero que haya pasado sin incidentes —murmuró con voz suave—. El chaval tuvo mala suerte.

—Si pudieras preguntarles, te aseguro que todos dirían lo mismo.

El tendero se dio la vuelta y disimuló una risa con la mano, como si se estuviera acariciando la barba. La Muerte no tenía sentido del humor, y era una estupidez reírse si después iba a tener que perder tiempo en explicarle por qué lo había hecho. Así que se retiró unos pasos y dejó que el cuervo disfrutara a su antojo.

Mientras esto ocurría, Joseph reflexionó sobre cómo debía abordar el tema. La Muerte, y otros seres cuya función o razón de ser respondía al orden natural, se consideraban —con excepciones, claro está— neutrales. No sería fácil hacerle hablar sobre aquellas otras entidades que habían participado en el estancamiento de la humanidad.

—He oído… —empezó a decir con tono casual, mirando un avispero con curiosidad— que una de tus hijas ha dejado a sus hermanas.

Joseph escuchó el ruido de un aleteo seguido de una oleada de frío. No era algo “figurado”, como una sensación; sino que fue literal. Y el tendero sabía por qué: La Muerte había adoptado su verdadera forma.




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