Jove Hudson: El sentido de la vida

Capítulo I

La vida nunca fue justa.

 

 

—¿Qué es eso? —preguntó analizando minuciosamente las cajas de muestra.

—Son químicos nuevos. Acabarán con el cáncer mientras…

—Mientras acaban con su vida —interrumpió.

El niño miró sin entender muy bien nuestras expresiones atónitas al oír aquello que decía su padre.

—No es…

—Sé cómo funciona —concluyó—. Su madre murió de cáncer.

—Pero todo depende de cómo reaccione su cuerpo ante las drogas. Es un niño, es fuerte, ha resistido la cirugía y…

—No hace falta que me convenza, sé lo que tengo que hacer. Si usted me asegura que mi hijo se salvará dándole ese veneno, pues adelante. Ustedes tienen el conocimiento, yo tengo un niño con cáncer, las empresas tienen los químicos. Es un negocio, ¿no?

—Señor Hudson…

—No. Vamos. ¿Dónde firmo?

Era la primera vez que el equipo se quedaba tan perplejo. En las juntas médicas está previsto que pase de todo, pero nunca nadie había dicho semejante cosa.

—¿Hacer negocios con un niño con cáncer? ¡Vamos, qué estupidez, Señor Hudson! —dije al fin rompiendo con el silencio.

—¿Estupidez, señorita…? —Entornó los ojos para leer mi gafete—. ¡Ah! Residente. Una residente, ¡santa madre! Una residente va a venir a decirme que esto una estupidez. ¡Vamos! Que por mucho conocimiento que tengan, ni siquiera ustedes saben si va a funcionar. Pagar para que terminen de matar a mi hijo ¿Qué quieren que diga?

—Señor, el estado puede…

—El estado puede garantizarme que va a cubrir una parte de los gastos, proveerme las medicinas y las prótesis necesarias, de una calidad de mierda por cierto, mientras embarga mis escasos y patéticos bienes, en lo que yo trabajo 24 horas diarias para pagar una niñera que “cuide” a Milo mientras mete a un pandillero a casa para tener sexo. Sí, ya sé todo lo que puede hacer el estado por mí, HUNDIRME EN LA PUTA POBREZA. Para que cuando Milo muera me quede sin saber siquiera dónde enterrarlo. ¡Que ya lo sé!

—Señor Hudson —me permití hablar una vez más, aunque el doctor Locke me miraba con ganas de comerme por tomarme ese atrevimiento—. Está usted hablando con una residente, es cierto. No tengo mucha más autoridad, ni conocimiento ni la experiencia que se cargan estos grandes de la medicina, pero… Los silencios no me gustan y mucho menos después de escuchar lo que ha dicho. Es cierto también que no tenemos la certeza y la seguridad al cien por cien de que los medicamentos eliminen el cáncer sin efectos secundarios, pero si usted quiere tener a su hijo por un tiempo más extenso que dos meses y algo más, le recomiendo que siga el tratamiento.

—Usted lo que quiere decirme es que esa porquería va a alargar la agonía de mi hijo. ¡Que ya sé que lo voy a perder! —Concluyó con la voz quebrada y los ojos llorosos.

El silencio volvió a invadir la sala y todos volvieron a buscar con la mirada alguien que pudiera decir algo coherente sin necesidad de que yo me atreviera a hacerlo de nuevo. Hice un amague para decir lo que fuese, pero la cara del doctor Locke me indicó que no era necesario seguir con la perorata. Respiró profundo y al final solo dijo:

— Piénselo. Usted tiene la decisión final. Es la última opción que tenemos, señor Hudson. Puede ser un éxito o puede que no. El niño es suyo.

Observé como todo mundo se levantaba de sus sillas, como cuando suena la campana en la secundaria y corren los toros en busca de libertad. Pero el señor Hudson seguía ahí, tumbado en la silla tomando la mano de su hijo para permitirse ser un poquito más fuerte.

El niño lo miró y le sonrió. Es muy probable que haya entendido todo lo que dijimos en esa reunión, porque su gesto transmitía valor, esperanza y al mismo tiempo resignación. Como si intentara decirle a su padre que cualquier cosa que decidiera para él estaría bien porque de todas formas ya sabía que el final estaba cerca, y solo tenía seis años.

Hice un esfuerzo sobrehumano para contener las lágrimas y sin darme cuenta imité al señor Hudson tragando ese nudo que atravesaba la garganta. De seguro el suyo era mucho más grande que el mío.

—Milo —dije—, ¿te gusta el helado? —el niño asintió—. ¡A mí también! —sonreí—. ¿Quieres un helado?

—Papi, ¿puedo comer un helado? —preguntó.

—En otra ocasión, Milo. ¡Vámonos!

Su indiferencia me caló los huesos y supe que no era un buen momento para decir lo que quería decirle. Lo entendía. Quizás en alguna ocasión pudiera hacerlo. Sabía que iba a serle útil, sobre todo para dejar su conciencia tranquila.

—En otra ocasión —repitió el niño intentando no ofenderme con aquello. Sonreí mientras asentía y cuando vi que el niño desaparecía por la puerta con su padre agité mi mano para despedirme ante esa última mirada.



#26825 en Otros

En el texto hay: enfermedad, amor, cancerinfantil

Editado: 09.06.2019

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