Jove Hudson: El sentido de la vida

Capítulo III

—Inhale —Moví el estetoscopio un poco más a la derecha—. Contenga el aire. Suelte —procedí en modo automático—. Inhale. Más. Un poco más. Perfecto. Eso es todo.

Tomé nota de los signos del paciente y avancé a la última cama que me quedaba para terminar la ronda.

Respiré hondo, hondo, hondo, como le pedía a los pacientes y esbocé una sonrisa para saludar a la señora Hughes. Me devolvió el gesto un aire de compasión, como adivinando mi mirada y apretó mi mano cuando le tomé el brazo para colocarle el tensiómetro. Me extrañó su actitud, pero en seguida supe lo que significaba.

La vida tiene mucho por delante, aunque pocos alcancen a verlo.

Sonreí con mucha más luz cuando terminé de escuchar su corazón latiendo contra el tiempo y las adversidades para alcanzar a ver lo más mínimo asomándose y disfrutar de algo tan simple pero maravilloso como el olor a jazmín.

—¿Se las trajeron hoy? —pregunté un poco más animada.

—Mi hijo. Es encantador. Tú y él harían bonita pareja —respondió con aires de picardía.

—Bueno, pues —miré a ambos lados fingiendo que nadie debía saber aquello y susurré—, al hijo del doctor Locke no creo que le agrade mucho esa idea.

La señora Hughes llevó su mano a la boca para cubrirse y reír de aquello que, después de mi comentario, le sonaba a barbaridad.

—Le diré que venga cuando él no esté —y se llevó el índice sobre los labios—. Que sea secreto.

Reí negando con la cabeza. Quizá su hijo fuera bien parecido y yo me estaba perdiendo un bombón de aquellos. Rodé los ojos ante la idea de pensar en alguien más guapo que Mathew y en intentos de infidelidad dentro del sector G con la visita de la paciente más encantadora de la habitación 234.

—Usted me recuerda mucho a mi abuela. Ojalá lo fuera.

Besé su frente y después del último registro me despedí para continuar en la habitación siguiente.

Los días en el hospital eran largos y aunque resultaban escasos para algunas cosas, tomarle cariño a la gente que dejaba su vida de a poco en una cama podía ocurrir en uno o dos segundos de contacto por medio de un estetoscopio o un tensiómetro. O en una junta médica como había sucedido con Milo.

Volví mi mente dos segundos a aquello que había sucedido en la mañana, temprano, cuando su padre y yo consideramos que era bueno hablar. Pero no era momento de darle lugar a eso y en todo caso debía olvidarlo, porque probablemente aquella mañana hubiera sido la última que lo viera.

 

—¿Cómo fue todo hoy? —escuché mientras me acurrucaba en el pecho de Mathew.

—Bien.

—¿Segura?

—Quizá de a poco deje de involucrarme tanto en las historias del internado.

—Tu tarea es otra, Anna.

—Lo sé.

—Entonces solo hazla. Mi padre volvió a llamar. ¿Llegaste tarde?

—No es asunto tuyo y tampoco él debería involucrarte en esto, Mat. ¿Te das cuenta? Al final sí está resultando un problema el que yo sea el acomodo de tu padre.

—Ann, no es eso. ¡Por dios!

—Entonces no me digas nada y por favor, dile a tu padre que tampoco te diga nada a ti. Cualquier cosa que quiera compartir contigo ten por seguro que voy a decírtelo. ¡Buenas noches!

Tomé mi almohada y la bata y salí de la habitación. No tenía ánimos para escuchar reclamos, mucho menos de la mano del padre de Mat.

La noche se me fue en delirios. Seguía atormentada por la charla con el señor Hudson. Hubiera deseado no escuchar tanto de su boca, ser más “profesional”, tener un poco menos de corazón. Quizá era cuestión de tiempo. Claro, más tiempo, todo ese que le faltaba a la gente como Milo, todo ese que el cáncer le quitaba, el que los químicos iba consumiendo con tortura.



#26874 en Otros

En el texto hay: enfermedad, amor, cancerinfantil

Editado: 09.06.2019

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